Revista Sociedad

Dogmas y razones

Publicado el 29 marzo 2013 por Abel Ros

Los ríos que surcan los ojos de esta bella escultura no desembocarán con acierto en sus mares deseados


Dogmas y razones
l diálogo entre Marta y Alejandro servía a los poetas de Sevilla para aprender a utilizar la razón en la batalla de los contrastes. La humildad en el manejo de la dialéctica y la templanza en la exposición de los argumentos, eran asignaturas de obligado cumplimiento, en aquella universidad escondida en los rincones de sus adentros. No importaba el contenido de las ideas, sino la capacidad de los pupilos para defenderlas ante el otro, mediante el uso de la retórica. Aquella Semana Santa de los tiempos clandestinos se reunieron en el garaje de Sofía: sus primas creyentes y sus hermanos ateos. Mientras el silencio de las capuchas deambulaba por las esquinas, el incienso de las velas dibujaba en el debate, los trazos amarillos de las emociones encendidas. El turno de  voces entre  agudos y graves marcaba, el ritmo de los tambores, en una noche de encuentros entre laicos y devotos.

En la penumbra del garaje, las lágrimas de Melibea inundaban de fe, el diálogo de los poetas. El llanto de la hija del barrendero nublaba el canto amargo de la saeta a su paso por la rambla. Llora, querida amada, llora. Llora – recitaba Calisto, desde el balcón sevillano- hasta que tus gotas de cristal, rompan con su silencio, la procesión de tus mejillas. Los ríos que surcan los ojos de esta bella escultura no desembocarán con acierto en sus mares deseados. El destino de su vida, dijo el ateo poeta,  es su felicidad y al mismo tiempo su condena. Todo lo que acontece en su sino está escrito en sus pergaminos divinos. ¿Qué libertad hay detrás de tantos barrotes rotos? Ninguna, respondió la gata con sus ojos amarillos. El trote de los caballos tiraba con fuerza del cuerpo sin vida de Cristo. El mismo cuerpo azotado que rompió para los vivos la razón de los ateos. 

Sin Dios soy libre y al mismo tiempo esclavo. Soy, dijo el poeta de los tiempos gongorianos, un producto de la naturaleza. Un árbol, un animal, un ser vivo que sabe que nació y algún día morirá. Por eso, porque sé que moriré. Quiero vivir hasta que la nada azote mi presencia en la memoria de los demás. Mientras la predestinación guía los pasos del alienado divino, la vida del ateo se convierte en un reflejo derivado del cúmulo solemne de sus decisiones. Es lo exógeno contra lo endógeno, querida prima, la batalla que se libra en las cúspides de Egipto. ¿Dónde estaba Dios cuando murió mi señora?, ¿Dónde estaba ese ser omnipresente cuando el cáncer acabó con sus cuarenta primaveras?, ¿Dónde estaba el justiciero cuando más lo necesitaba?, ¿Dónde estaba Dios cuando tanto le rezaba? En tu mente, le respondió el búho con sus ojos entornados.

¿Dónde estaba ese ser omnipresente cuando el cáncer acabó con sus cuarenta primaveras?

Las luces de los cirios manchaban las sombras de los pies ensangrentados. Los pies descalzos de los sacrificados. Las cruces de sus hombros evidenciaban la angustia de los ateos, ante la razón de sus desgracias. Las lágrimas de Melibea se convertían en la incomprensión de Francisco ante el castigo de su divino. Cuando rezamos por las noches, dijo la hija del barrendero, depuramos nuestras culpas ante los ojos del poderoso. Esa tranquilidad que nos produce a los devotos, la presencia del otro, nos sirve para barrer la culpa en nuestros rincones prohibidos. Somos tan libres como los ateos pero, cuando ellos atribuyen a lo endógeno, el sino de sus equivocaciones. Nosotros, los creyentes, atribuimos al destino el desatino de nuestras razones. Es la dialéctica entre una vida pasiva, dirigida por los dogmas, o una vida activa, dominada por las razones, la que siempre estará presente en los debates oscuros. Mientras tanto, los tambores suenan de fondo.

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