La Tecla Fértil
Las consecuencias de la inconvertibilidad del dólar en oro decretadas unilateralmente por Estados Unidos el 15 de agosto de 1971 y que comentamos en El origen del caos financiero y del desempleo global, se hacen más evidentes cuando las complementamos con los informes de Las causas materiales de la crisis. La cadena de sucesos es elocuente: tras la segunda guerra mundial Estados Unidos y Reino Unido se convirtieron en la potencia económica dominante con la clara ventaja del uso de su propia moneda en el comercio mundial. Ventaja que se hizo absoluta tras la decisión del 15 de agosto de 1971. Pero fue una ventaja de la cual se abusó y que hoy lo tiene al borde de la quiebra.
No hay dudas de que el libre comercio es beneficioso para toda la humanidad: es bueno ser capaz de comprar mercancías a un precio más conveniente y practicar el intercambio. Cada país tiene sus propias ventajas que debe fortalecer para producir aquello en que es más eficiente. Todo el mundo puede beneficiarse de esta práctica que induce a cada país producir aquello en lo que tiene ventajas comparativas. Es una doctrina muy atractiva que, sin embargo, tiene un problema fundamental: fue concebida para un mundo donde el medio de pago era el oro
Como lo señalé en temas anteriores y del desempleo global, la noción del libre comercio fue establecida cuando existía el patrón oro, que obligaba a mantener los equilibrios estructurales del comercio. De esta forma, cada país que quería comprar, tenía que vender, tal como indica La Ley de Say: ofrecer para demandar. Bajo el patrón oro, no era posible vender a un país que no comprara. El comercio se equilibraba naturalmente por esta restricción.
Los problemas actuales en la zona euro, las dificultades de España y Grecia, los ataques especulativos contra divisas y activos financieros, son reveladores de la existencia de desequilibrios profundos en la “macroeconomía” y en las finanzas del sistema global. Es oportuno recordar sus orígenes.
A partir de 1945, y en el contexto de la Guerra Fría, los Estados Unidos cumplió un papel decisivo en la reconstrucción de las naciones que participaron en la Segunda Guerra Mundial, principalmente, de las economías de Europa Occidental y Japón. Inicialmente, los déficits de pagos de esos países con los Estados Unidos fueron cubiertos con programas norteamericanos de ayuda (Plan Marshall) y medidas proteccionistas y de control de cambios de los países deficitarios. El Estado intervino intensamente en el proceso de reconstrucción y, de allí en más, para alcanzar objetivos estructurales deseables, uno de cuyos mayores ejemplos es la política agrícola común de la Unión Europea. En aquel entonces, la “escasez de dólares” reflejó los desequilibrios de los pagos internacionales de la posguerra. Hacia finales de la década de 1950, la rápida recuperación de Europa y Japón permitió la progresiva liberalización del comercio y el abandono de las restricciones a los pagos internacionales.
Debido al papel asumido por el dólar como principal medio de pago y de reservas internacionales, a partir de la década de 1960, los Estados Unidos financiaron en su propia moneda un nivel de gasto que excede el ingreso generado por la producción nacional de bienes y servicios más los ingresos por los capitales norteamericanos invertidos en el resto del mundo. Desde entonces, se produjo una transformación radical en el comportamiento de los pagos internacionales de la potencia hegemónica y de la economía mundial.
La economía norteamericana comenzó a generar crecientes déficits en su balance comercial y en la cuenta corriente del balance de pagos y a perder parte de sus reservas oficiales de oro. Las devaluaciones del dólar respecto de las otras monedas principales no establecieron el equilibrio. La baja propensión al ahorro de la población, las inversiones de filiales de empresas norteamericanas y el déficit fiscal acrecentado por los compromisos militares en el exterior, agravados en situaciones de guerra, como sucedió en Vietnam en 1966-1972 y actualmente en Irak y Afganistán, sostuvieron un enorme déficit a lo largo del tiempo. En definitiva, el país no se vio forzado a ajustar su gasto al ingreso debido a la posición hegemónica de su economía y su moneda en el mercado mundial.
En agosto de 1971, la decisión del presidente Nixon de suspender las ventas de las reservas oficiales de oro fue el final del régimen de tipos de cambios con paridades fijas, inaugurado con los Acuerdos de Bretton Woods. En diciembre del mismo año, los gobiernos de los países centrales establecieron, en el Acuerdo del Smithsonian, el nuevo régimen de paridades flotantes. De allí en más no prosperaron iniciativas para sustituir la creación de liquidez internacional en torno del patrón dólar por medios alternativos, como los derechos especiales de giro y, por lo tanto, de imponer finalmente un proceso de ajuste a la economía norteamericana.
El sistema siguió así funcionando con el déficit continuo de los pagos norteamericanos y la acumulación de dólares en el resto del mundo. La consecuente expansión de la liquidez internacional fue ampliada con la acumulación de reservas en los países de la OPEP, después del primer aumento de posprecios del petróleo, a principios de la década de 1970.
La disposición de otros países de absorber papeles de deuda y dólares norteamericanos se explica porque el déficit de los Estados Unidos expande la demanda agregada e impulsa la producción y la acumulación de capital del resto del mundo. Las economías superavitarias, como las de China y Alemania, generan más ahorro del que pueden invertir en virtud de su demanda interna, el cual se expresa en el superávit de sus pagos internacionales. De este modo, la brecha ahorro-inversión en la economía mundial contemporánea contó, desde la década de 1960, con la “respuesta” dada por el déficit de los pagos internacionales de los Estados Unidos. El déficit norteamericano cumplió una función keynesiana de expansión de la demanda agregada, que estimuló el crecimiento de las economías superavitarias.
En definitiva, la población norteamericana sostuvo un nivel de gasto superior a su ingreso, y las economías superavitarias, tasas de acumulación y crecimiento mayores que las posibles en virtud de su demanda interna. En las economías emergentes superavitarias, China en primer lugar, el proceso tuvo lugar en el contexto de la expansión de las actividades de la frontera tecnológica y la profunda transformación de la estructura productiva.
A su vez, el aumento de la oferta de manufacturas provenientes de países emergentes de bajos salarios alivió las presiones inflacionarias. América latina también se benefició porque el dinamismo de las economías emergentes de Asia confirió nuevo impulso a la economía mundial y, en los últimos años, contribuyó al aumento de la demanda de alimentos, energía y materias primas, que se reflejó en un sostenido aumento de precios de los commodities.
Los desequilibrios macroeconómicos del sistema, el comportamiento de la economía norteamericana y la explosiva expansión de la liquidez y la deuda, provocaron otras consecuencias globales, las cuales desembocaron en la crisis actual. El “ingenio” de los operadores financieros para ocultar los riesgos multiplicó la liquidez más allá de las demandas de la economía real, convirtiendo el sistema monetario en un gigantesco casino. El sistema global y la ideología dominante se articularon en torno de los intereses del mundo del dinero. La globalización financiera fue facilitada por la revolución informática, pero, sobre todo, fue promovida por la desregulación de los mercados, impulsada por los gobiernos de los países centrales, bajo el liderazgo norteamericano.
Consecuentemente, el mundo del dinero creció mucho más que la economía real y se convirtió en el espacio dominante del mercado mundial y principal organizador de las reglas de la globalización. La euforia financiera generó niveles insostenibles de deuda, los cuales se difundieron en el sistema global. Los intereses del campo financiero conformaron la ideología dominante en la economía mundial, el neoliberalismo. El liberalismo clásico promovió la liberación de los mercados reales y monetarios en condiciones de equilibrio macroeconómico.
En cambio, el neoliberalismo impulsó la liberalización, aun a costas de tales equilibrios, si el resultado era aumentar la demanda de crédito y las oportunidades de la especulación. De este modo, los países centrales promovieron en las economías en desarrollo rápidas y profundas reformas “estructurales” pro mercado, sin la adecuada evaluación de los costos y beneficios de tales reformas y su impacto sobre el desarrollo y los equilibrios del sistema. Las estrategias desarrollistas que, hasta la crisis de la deuda de los años ’80, habían permitido una respetable industrialización y transformación estructural en buena parte de América latina, fueron sustituidas por un salto al vacío.
Los resultados fueron diversos en virtud de las distintas realidades nacionales. En el conjunto de la región, el período de la hegemonía neoliberal provocó resultados económicos y sociales que comparan desfavorablemente con la etapa anterior.
La visión neoliberal explica el apoyo de los mercados y el FMI a políticas de tipo de cambio sobrevaluado, aun cuando, en el mediano y largo plazo, provoque desequilibrios inmanejables y frene el desarrollo. Éste es un fenómeno particularmente observable en los países subdesarrollados especializados en las exportaciones de productos primarios. Las consecuencias de la apreciación del tipo de cambio fueron desestimadas porque aumentaba la demanda de fondos para financiar los crecientes desequilibrios macroeconómicos y las oportunidades de la especulación financiera. Las entradas de capital especulativo reforzaron la apreciación cambiaria. La experiencia argentina, bajo el programa económico del período 1976-1982 y durante la década del ’90, es el más claro ejemplo en esta materia.
En el pasado, el sistema global soportó varios momentos críticos provocados por crisis de deuda de países emergentes, derrumbe de cotizaciones de algunos activos o insolvencia de agentes financieros. Pero todos esos episodios afectaron segmentos parciales del mercado, no se generalizaron a todo el mundo del dinero ni contagiaron severamente a la economía real de los países y al comercio internacional. En cambio, la crisis inaugurada en el 2007, con el derrumbe de las hipotecas suprime norteamericanas, provocó una conmoción que abarcó a la totalidad de los mercados financieros y desencadenó una profunda contracción en la economía real.
En la actualidad, el sistema mundial confronta problemas no resueltos y, en primer lugar, las asimetrías en los niveles de bienestar derivados de la desigualdad en la distribución de los frutos del progreso técnico entre los países y dentro de cada uno de ellos. Los problemas “históricos” de la globalización se entrecruzan ahora con la gran crisis financiera y sus repercusiones en la economía real. En este escenario resaltan tres cuestiones principales.
Primero, la inviabilidad de un sistema financiero planetario desregulado, centrado en la especulación. Segundo, la imposibilidad de seguir cerrando la brecha ahorro-inversión a través del déficit externo de los Estados Unidos. Tercero, la emergencia de las grandes naciones de Asia como nuevos protagonistas de las relaciones internacionales.
En este desordenado sistema global, nuestro país debe trazar su política económica y fortalecer su libertad de maniobra, para no volver a quedar atrapados en la deuda y la subordinación a la irracionalidad de los mercados.
Recientemente, se cumplió un nuevo aniversario del origen del caos financiero que arrastró al mundo al desempleo global. El abandono del patrón oro el 15 de agosto de 1971 está estrechamente ligado al desempleo masivo que viven hoy los países industrializados. Hasta esa fecha, el dólar fue lo más parecido al oro, y todas las naciones trataban de mantener un equilibrio constante entre sus exportaciones e importaciones de bienes. La mayoría de los países ideaba alternativas para exportar más de lo que importaba, de tal modo de acumular reservas de oro o, en su defecto, de dólares de Estados Unidos que, de acuerdo al tratado de Bretton Woods de 1944, podían ser canjeados por oro.
A diferencia del resto del mundo, a Estados Unidos no le preocupaba mayormente mantener un equilibrio entre las exportaciones e importaciones dado que, según el Acuerdo de Bretton Woods, podía pagar su déficit de exportación enviando más dólares a sus acreedores. Como era la única fuente de la divisa internacional, Estados Unidos tenía una clara ventaja sobre el resto del mundo: era el único país que podía pagar sus deudas imprimiendo dinero. Algo que al resto del mundo poco le importaba: los dólares eran una línea de crédito seductora que permitían acceder al gran casino del mercado. Nadie tomó en cuenta que también tenía su límite.
Así fue como de las más de 20.000 toneladas de oro que Estados Unidos tenía al término de la Segunda Guerra Mundial, año a año fueron mermando a medida que muchos países (especialmente Francia) insistían en canjear los dólares por oro. Esta situación hizo crisis en 1970 con dos fenómenos no esperados para el gobierno de Estados Unidos: la llegada al peak del petróleo (situación que obligó a Estados Unidos a importar petróleo, en circunstancias que hasta entonces exportaba petróleo) y los resultados adversos de la guerra de Vietnam. Ambos hechos arrasaron con las reservas de oro de Estados Unidos y el país se fue a la quiebra. La ventaja que tenía para disimular su bancarrota era clara: ser dueño de la imprenta de dólares.
En los primeros meses de 1971, Henry Hazlitt y Paul Samuelson recomendaron al gobierno de Richard Nixon que el dólar tendría que devaluarse fuertemente dado que sería necesario aumentar el número de dólares que se necesitarían para obtener una onza de oro del Tesoro de Estados Unidos. Pero Nixon no tomó en cuenta el consejo de Hazlitt y Samuelson, porque siguió las indicaciones de Milton Friedman, quien le sugirió la idea de dejar flotar libremente al dólar y eliminar la convertibilidad del dólar en oro dado que la divisa internacional valía por el propio respaldo que ofrecía el gobierno de Estados Unidos, locomotora económica mundial. Así fue como en la mañana del domingo 15 de agosto de 1971, Richard Nixon declaró la inconvertibilidad del dólar en oro, y terminó de manera unilateral con el acuerdo de Bretón Woods.
Desde ese momento, todo el comercio mundial se llevó a cabo usando los dólares que imprimía el tesoro de Estados Unidos, que no es más que dinero fiduciario, o simples papeles. Si hasta entonces, el comercio internacional tenía validez al estar respaldado en oro, desde entonces comenzó a depender de una moneda fiduciaria, producida por la mayor imprenta del mundo. Las consecuencias de ese fatídico día fue que todos los países (que podían) comenzaron a acumular dólares, como una expansión del crédito de Estados Unidos que avanzaba sin freno y ahora sin las restricciones impuestas por Bretón Woods.
El resto del mundo se vio obligado a acumular reservas en dólares y estas reservas tenían que ser siempre crecientes, dado que a la menor señal de que las reservas de un país caían, se despertaban los especuladores monetarios que podían atacar la moneda de ese país y destruirla con una fuerte devaluación.
El creciente flujo de dólares a todas las partes del mundo impulsó la expansión del crédito mundial, que sólo detuvo su marcha en agosto de 2007, tras agotar todas las instancias de lo que he llamado «esquema ponzi». La élite de la banca internacional siempre se esforzó por idear mecanismos para obtener mayores ganancias y para ello siempre buscó ampliar el crédito. Un crédito que estuvo liberado de la restricción de tener que pagar las cuentas internacionales en oro, y que marcó el boom comercial de Estados Unidos.
Hasta los años 70, un país pobre como China no tenía ninguna injerencia en el comercio mundial: vendía poco y compraba poco al resto del mundo. La globalización de los años 80, facilitada por esta ampliación de dinero falso, ofreció grandes facilidades a las empresas que, en la búsqueda de mano de obra barata, instalaron sus fábricas en China. Este fue el comienzo del proceso de desindustrialización que partió en Estados Unidos y siguió por Europa. Un proceso que destruyó la mayor cantidad de empleo en los países industrializados y que se transformó en un camino sin retorno.
* Escrito por Emiro Vera Suárez, Profesor en Ciencias Políticas. Orientador Escolar y Filósofo. Especialista en Semántica del Lenguaje jurídico. Escritor. Miembro activo de la Asociación de Escritores del Estado Carabobo. AESCA. Trabajo en los diarios Espectador, Tribuna Popular de Puerto Cabello, y La Calle como coordinador de cultura. ex columnista del Aragüeño