Los débiles siempre nos dejamos impresionar por los fuertes. Me refiero a los fuertes, no porque no sientan, sino porque saben ser dignos de su dolor. Como los japoneses.
Porque lo que ha pasado en Japón estos días se llevaría por delante el trabajo y el esfuerzo de cualquier otro país de la tierra. Arruinaría las esperanzas de generaciones enteras. Abriría un después en la historia trágica de cualquier otro pueblo, y los lamentos implorando ayuda coparían las portadas de los diarios del mundo entero.
Pero los japoneses no son así. Sufren igual, sí, pero dignifican su sufrimiento y ennoblecen al ser humano. Porque la verdadera medida del valor de los hombres puede variar de la noche a la mañana. Basta una sacudida de la tierra para avenirnos o no a realizar las proezas que nos exige la vida.
Y, justo al día siguiente del día D, ningún japonés se escondía ya en el pasado, sino que buscaba entre los escombros lo aprovechable. Y no es éste un procedimiento ensayado para volver a ser felices, sino para intentar nacer de nuevo, porque el nipón no ve la solución de los problemas distanciándose de ellos, sino enfrentándolos con esfuerzo.
Japón saldrá de ésta. Seguro. Nos volverán a demostrar que la mejor manera de afrontar la desgracia es desafiándola. Reservando las fuerzas no para maldecir el destino, sino para el duro trabajo que les viene encima.
Toda ayuda exterior es poca, pero sus verdaderas armas son sus propios medios y, por encima de todo, su sentido de sociedad y de pueblo unido.
Y yo les compadezco y me apeno por ellos, pero también les miro y no dejo de admirarles.