Revista Cultura y Ocio
De Michael Bay no poseo recuerdo cinéfilo alguno. Ninguna de sus películas me ha producido una brizna, una siquiera pequeña, de placer cinematográfico. Reconozco su función dentro de la industria del cine. Bay es una especie de Santiago Segura al que le han inyectado monumentales cantidades de pasta para hacer lo que le de gana en una pantalla. Sigo pensando en que Bay es un director sin sutileza, de escaso o nulo genio narrativo. Lo corroboran bodrios catedralicios como Armaggedon, Pearl Harbour y la sencillamente obscena trilogía de Transformers. Los trazos, bruscos, de una tosquedad a la que la voluntad no permite pulimento alguno. La estilística de Bay no es tal: es un zafio artificiero que ha encontrado un modo de hacer cine que encandila a un público de exigencias escasas, que se emboba (literalmente) cuando la pantalla se embrutece y solo ofrece explosiones, persecuciones o batallas imposibles entre robots en mitad de Manhattan. Pero he aquí que el dinamitero se ha reformado: no ha renunciado del todo a su devocionario estilístico; tampoco ha renunciado a que su cine siga siendo reconocible (en eso hay que reconocerle cierto grado de rango de autor al modo en que otros de más fuste lo obtienen por vías más nobles) y ha facturado una película sorprendente, ágil, fluida, cínica, sutil a tramos (sí, por fin), que pretende (y ya digo que en ocasiones lo consigue) mostrar un sátira social. Así que, amigo Álex, ya tienes al Bay reformado, enchufado al mainstream habitual, pero concediendo puntuales y brillantes ramalazos de genio.
Dolor y dinero es una comedia ácida, envenenada, que no se crece por unos diálogos formidables. Ya lo dice Daniel Lugo, el descerebrado protagonista de esta locura: Creo en el fitness. Lugo es uno de esos arquetipos del hombre hecho a sí mismo del american way of life, una masa de músculos (es entrenador personal en un gimnasio) que advierte que su ingesta de anabolizantes y batidos de proteínas no le va a permitir alcanzar su exacto lugar en el mundo, es decir, en los Estados Unidos de América, por lo que maquina (es un verbo excesivo eso de maquinar) un plan para extorsionar a un ricachón colombiano al que secuestran y torturan. Como todo está basado en hechos reales, los guionistas de Bay (Markus y McFeely, los mismos que una entrega de Las crónicas de Narnia) no se esmeran en retorcerlo todo más de lo que al parecer ya estuvo retorcido. Por la pantalla deambulan personajes histriónicos, vulgares, simples a más no poder. Bay transformado en un Cohen o en los dos hace un dibujo grotesco del escalafonato criminal de los tres bodybuilders de la cinta, huecos por dentro y muy duros por fuera. Se esmera en el chiste sencillo, pero eficaz, en gags visuales que no entorpecen el entramado negro de la trama. Todo lo que pueda parecer hortera (hay elementos kitsch a espuertas) contribuye a que el espectador entienda de verdad con qué imbéciles está tratando. Estos tres tontos muy tontos, ratas de gimnasio, creen en el fitness por encima de todas las cosas. Alguno (un Dwayne The Rock Johnson en estado de gracia, y mira que eso es duro de entender) no solo cree en el fitness y en la coca sino en un Jesucristo moldeado a su antojo. Una de las cosas que hace Bay muy bien en Dolor y dinero es retratar al americano medio, comido por la fiebre religiosa, convencido de que Dios observa cada pequeño gesto que hace y ensalza los buenos y perdona los execrables. De hecho aquí unos pocos muy execrables, muy deleznables, de un punto gore que da a la cinta una dimensión seria, muy de Cohen, ya digo, que igual incomoda la vocación de blockbuster de todos los productos de la casa. No olvidemos que esta es una película de tránsito, menor si consideramos que el bueno de Bay, renacido, redimido de todos sus grandes pecados, tiene en marcha su Transformers 4. La máquina de la taquilla es imparable.
Ah, dos o tres apuntes a modo de coda: las mujeres en el cine de Bay siguen siendo una mierda a secas. No hay manera de que este hombre matice, aunque sea para caer bien a los fanáticos de la corrección y a todos los sensibilizados por la bendita igualdad entre machos y hembras, su misoginia practicante, al menos a 24 fotogramas por segundo. Las morenas y las rubias rotundas, expuestas como carnaza lúbrica, abundan en su cine tanto como la cacharrería metálica. En Dolor y dinero no hay títere que se salve, si exceptuamos al siempre magnífico Ed Harris, al que Bay le regala un pequeño, sensato y rico papel. Las dos mujeres de cierto calado, personajes secundarios ambos, son prostitutas y cortas, muy cortas de seso. El otro asunto es el curioso hecho de que Mark Walhberg haya repetido el mismo papel que hizo en Boogie Nights, el del sobredotado John Holmes. En esta ocasión, su impagable Daniel Lugo es un Dirk Diggler de esteroides y largas sesiones de pesas. Lo que comparten los dos es su innegociable deseo de escalafonar a cualquier precio. Uno pone en danza al semental y otro la confianza en la eficacia de su esculpido cuerpo. Los dos caen estrepitosamente.