De pequeño hubiera querido ser Noé, no por construir una descomunal arca dispuesta a navegar entre los diferentes apocalipsis que poblaban el mundo antiguo. Probablemente, dada mi torpeza en el esotérico mundo del bricolaje, la nave se hubiera hundido a las primeras de cambio, provocando la extinción humana y animal. No, en realidad, aquella añoranza por el personaje bíblico era por mi afición a los bichos, que me hubieran impulsado, de tener absoluta libertad, a poseer un zoológico doméstico, aspiración que afortunadamente fue frenada por mis padres. Con tal represión sólo conseguí tener algún que otro saltamontes, lagartijas y pájaros. Mi techo en la escala animal fue un conejo de campo que me trajo mi padre, y que tuvo que abandonar el domicilio por imperativo legal, cuando se comió los zapatos de mi madre. Con semejantes aficiones, mi meta soñada era tener un perro, pero aquello se me antojaba ciertamente complicado, por no decir claramente imposible.
Este es el verdadero D. Gregorio Bolita.

Cuidado con su mirada, peligro de enajenación.
Mi política animal, es clara, no se admitirá ninguna mascota o alimaña que campe por sus anchas fuera de su recinto penitenciario. Así he optado por otro tipo de formas de vida más controlables, como peces en un acuario, una tortuga y una ninfa, una especie de cacatúa pequeña. Los primeros relajan, la segunda no tienen ninguna conversación, es una mujer de pocas palabras y la tercera habla demasiado, es un pajarraco escandaloso. Necesitábamos subir en la escalera evolutiva y por aquí ya se me presionaba insistentemente en la adquisición de un mamífero. El único que encajaba en mis normas de comportamiento civilizado era un hamster, siendo un sustituto bastante potable de un perro. No pudiendo resistir a más presiones familiares, la pasada semana adquirí uno, un macho según el encargado de la tienda de mascotas. Cuando lo miré a la cara me pareció que el nombre de Gregorio le venía como anillo al dedo, siendo consciente de que mis dos hijas se encargarían de cambiárselo rápidamente por "Ajito nono" o "Peluchito". Curiosamente no fue así y se aceptó la denominación sin demasiados tapujos, tan sólo se le añadió el apellido "Bolita" por parte de mis retoños y el tratamiento de "Don" que aportó mi señora esposa. Lo primero que hizo Don Gregorio Bolita fue tomar posesión de su nuevo hogar. Se construyó una confortable cama, dentro de una casita azul ubicada en su jaula, con virutas de papel, se llevó una buena provisión de comida y se dispuso a pasarse los días enteros dormido. De vez en cuando, se levanta y con los ojos medio entornados, bebe agua, hace un pis y se vuelve a la cama. Supongo que le interesa un comino el mundo exterior, y menos desde su encuentro inicial con mis dos niñas, que le dieron la bienvenida con gritos, risas y grandes gesticulaciones. Eso sí, puntualmente, sobre las 12 de la noche comienza su jornada laboral, haciendo girar una rueda que le sirve de gimnasio y recorriendo las cuatro esquinas de su hogar. A las pocas horas vuelta al catre y así un día tras otro. Un animal de rutinas, como yo.
