Revista Cultura y Ocio

Don José, de El calvo del Sonora

Publicado el 29 noviembre 2009 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg
En mi libro de poemas El calvo del Sonora incluí una sección llamada En el territorio de los otros, donde me fijaba en distintas personas de mi entorno (del presente, del pasado, conocidos o desconocidos del barrio…) y entre ellos aparecieron tres poemas sobre profesores, imagino que influenciados por el hecho de que ésta es mi profesión actual.
Ya colgué aquí, hace unas semanas, uno de estos poemas, Rechazando a McKeihan, y ahora voy a colgar otro llamado Don José, de índole bastante distinta. Si me pongo a indagar dentro de mí mismo puedo encontrar algún momento positivo con este profesor, pero prevalece la sensación que queda descrita en el poema.
He fotografiado el edificio central de mi colegio de Móstoles, al que se llegaba en quinto de EGB. En cuarto ya habían construido uno de los dos edificios de ladrillo que sustituyeron a los barracones. Estos estaban ubicados, más o menos, entre una actual pista de fútbol y el gimnasio (de la misma época), que aparece en la primera foto. Todo era tan nuevo entonces, como en un pueblo del Oeste la ciudad crecía ante nosotros, conquistando descampados, huertos...
DON JOSÉ
No mucho después terminarían de construir
los edificios de ladrillo rojo, pero en 3º de básica
aún estuvimos en los barracones prefabricados,
fríos en diciembre, hornos con el buen tiempo,
y cuyo suelo se levantaba amenazando ruina
como la plantilla muy usada de un zapato.
Allí fueron a coincidir nuestros ocho años
desbocados con los sesenta y cuatro
del último curso como maestro de don José.
El problema estaba en su genio y las collejas
que prodigaba con manos grandes y velludas,
manos que nos acercaban a los hombres del campo
o a los duros trabajos de las fábricas. La lucha
consistía en aguantar las lágrimas
cuando una de aquellas manos, con los valores
educativos de otra época, caía sobre tu nuca,
así podrías evitar la burla de los otros. Ahora confieso
que yo lloré con la cara hundida sobre el pecho.
En la pizarra un chico corrigió mal una división:
deberes de casa supervisados por mi padre,
yo esperaba con la división perfecta. Don José
marcial paseaba entre las filas. Se detuvo
y miró los trazos de tiza. Dio el visto bueno.
Se borró. Alcé la voz. ¡Estaba mal, estaba mal!
Don José se enfadó conmigo. Yo le negaba,
pero él estaba negando a la figura paterna.
Ordenó visita con mis padres, yo era intolerable.
Mandaba ejercicios y se refugiaba tras el muro
de un periódico, en otras ocasiones
alzó la colorida pared de la revista Interviú,
cuyas portadas de mujeres desnudas desataron
la imaginación primera de nuestros ocho años.
Más de uno se levantó expectante, visionario,
inventando una pregunta, para asomarse
al misterioso interior de la revista o al suyo propio.
Al curso siguiente dejamos atrás los barracones.
No puedo recordar si en 4º tuve profesor
o profesora, quizás tuve a una agradable
y joven profesora. Lo olvidé, se borró todo.
Pero sí recuerdo una tarde: regresando
al colegio después de la comida nos cruzamos
con don José, pasaba a lo lejos, ya jubilado.
Mis compañeros comenzaron a gritar,
agitando las manos, pidiendo alegres
un saludo, que él, sin acercarse, respondió
con un efusivo agitar de su mano
grande, velluda, campesina, ejecutora.
Yo no le saludé. A mis nueve años
aprendía, sin ser supervisado por nadie,
la personal, divisora, lección de la memoria.

Volver a la Portada de Logo Paperblog