Luis Hernández Navarro escribe en La Jornada sobre Luis Villoro tras su muerte. [http://www.jornada.unam.mx/2014/03/06/politica/007a1pol]
Esa noche de 1996, mientras el fresco de La Realidad caía a sus espaldas, Luis Villoro trató de conciliar el sueño en un improvisado lecho de cartón que sus compañeros le acondicionaron en el suelo de la escuela zapatista en la que pernoctaban. Se cubrió del frío con el saco gris con el que invariablemente se vestía y renunció a quitarse los zapatos tenis que regularmente calzaba.
Luis Villoro tenía entonces 74 años de edad y era ya uno de los más reconocidos filósofos mexicanos. A pesar de ello, no pidió para sí ningún trato especial, en aquel rincón de la selva chiapaneca. Durmió, se aseó y comió exactamente como lo hicieron el resto de sus compañeros. No hubo de su parte queja alguna. Por el contrario, mientras esperaba el momento de encontrase con la comandancia rebelde, confesó sentirse privilegiado de estar allí en ese momento.
Su actitud aquella noche no fue excepcional. Ese era su modo de ser. A pesar de su sabiduría y sus deslumbrantes credenciales académicas, nunca pidió para sí prerrogativa alguna. Cuando participó en los Diálogos de San Andrés sobre derechos y cultura indígenas como asesor del EZLN, pidió siempre la palabra como un orador más, escuchó pacientemente a quienes tenían algo que decir y ajustó su intervención al límite de tiempo establecido: tres minutos.
Luis Villoro se ganó la confianza de los zapatistas –usualmente desconfiados– y la conservó a lo largo de casi dos décadas. Él vio en los rebeldes la realización, aquí y ahora, hoy, de la verdadera utopía
. Ellos lo escogieron como uno de sus pocos interlocutores permanentes. Don Luis, doctor, maestro le llamaron los insurgentes a lo largo de los años. Lo mismo hicieron las organizaciones indígenas independientes, dirigentes sociales e intelectuales que lo frecuentaban.
Entre el filósofo y el EZLN se entabló una estrecha relación de complicidad y debate. Uno de los momentos cumbres de esta conversación fue el intercambio epistolar sobre ética y política que él y elsubcomandante Marcos entablaron entre 2011 y 2012. Un diálogo con el mundo indio que comenzó teóricamente en 1950 con la publicación de su extraordinario libro Los grandes momentos del indigenismo en México y que, en una muestra más de la marcha circular del tiempo del eterno retorno, encontró en el levantamiento indígena zapatista y la construcción de la autonomía su encuentro con el sujeto histórico de carne y hueso.
Don Luis nació en Barcelona en 1922. Con la influencia de un padre doctor a cuestas, estudió medicina durante tres años. Sin embargo, su pasión por la filosofía creció tanto que abandonó los estudios para ser galeno; se doctoró en esta disciplina en la UNAM y, más adelante, hizo estudios de posgrado en la Ludwig-Maximilians-Universität, de la antigua República Federal de Alemania.
Discípulo de José Gaos, miembro del grupo Hiperión –que hizo del ser mexicano el centro de su reflexión–, Villoro se preocupó siempre por analizar la realidad del país. Entendió la filosofía no como un conjunto de doctrinas, menos aún como ideologías, sino como una serie de preguntas surgidas de la perplejidad humana. Distanciado de la filosofía analítica y de la metafísica, reivindicó –en la línea de los existencialistas– una reflexión en situación, el estar en el mundo.
Luis Villoro no siempre fue un hombre de izquierda. Se convirtió en eso por una consideración básicamente ética: después de transitar distintos caminos, concluyó que necesitaba asumir una postura ante la injusticia que existe en el país y cambiarlo. A su manera, hizo suya la famosa Tesis XI sobre Feuerbach de Carlos Marx, donde se establece que, hasta ahora, los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.
Para Luis Villoro la izquierda es una actitud que rechaza la dominación y la opresión, que enfrenta todo tipo de imposición, que hace cambios y no permite que las cosas permanezcan como están. Una actitud que busca caminar hacia un orden mundial diferente, y, aun, opuesto al capitalismo mundial
.
Amante de la literatura clásica y de la música de Mozart y Beethoven, don Luis reivindicó otra visión del mundo. Una que revalorice nuestro pensamiento de América Latina. En Indoamérica –sostuvo en una serie de artículos publicados en La Jornada– existe otra manera de ver y vivir el mundo: el pensamiento de los pueblos originarios de América.
Según él, para poder realizar esa otra visión del mundo se requiere previamente despertar de una ilusión: la ficción de la hegemonía de la modernidad occidental, que ha provocado los grandes males que la humanidad padece en la actualidad.
El pensamiento de los pueblos originarios –escribió– choca con el de Occidente en varios puntos: frente al individualismo occidental, la cosmovisión indígena se acerca a la vivencia de su pertenencia a la totalidad y la práctica del comunitarismo. En las comunidades indias el centro no es el yo individual, sino el nosotros comunitario. Asimismo –argumentó– en las sociedades comunitarias la relación con el poder es diferente. Mientras en la sociedad occidental se reivindica la democracia representativa, en los pueblos indios se ejerce otra democracia: la participativa.
Esta otra visión del mundo existe ya –advirtió el maestro en distintas ocasiones– en las juntas de buen gobierno zapatistas.
Simultáneamente ateo y religioso, Luis Villoro creyó en la divinidad del cosmos pero no en Dios, en la resurrección ni el alma. Pensó la muerte como una unión con el todo. Hoy, después de enseñarnos a soñar durante años más y mejor con otros mundos posibles, partió para fundirse con ese todo. Para muchos, este crítico del poder que nunca pidió privilegio alguno, el que supo el valor del decir no, el hombre decente, solidario, inteligente, que siempre fue, será simplemente don Luis.
Pd. Un gran abrazo para Fernanda Navarro y Juan Villoro