Escritor: Rómulo Gallegos
La novela se desarrolla en el cajón del Arauca (Venezuela). En el mapa he visto que en el mismo lugar hay un Parque Nacional llamado Santos Luzardo, y Santos Luzardo es el nombre de nuestro protagonista.
Santos Luzardo, tras un período en la ciudad de Caracas, regresa a las tierras latifundistas de su familia, en manos de nadie. Estas tierras que dan vida al llanero y que últimamente han ido a menos: doña Bárbara, temida por todos, va comiéndole terreno, poco a poco, con la ley del llano, donde caben sus malas artes, litigios apañados, y despliegue de sensualidades. Dominar al hombre.
Santos Luzardo, “de raza enérgica pero también con los ideales del civilizado”, como un auriga, se debate entre dejarse llevar por la llamada de la barbarie, por esa barbarie que todo lo puede, “que no pone límites al hombre”; o por llevar otro tipo de fuerza, la fuerza civilizadora, la única que a su juicio podría dar prosperidad a la región del Llano. “Hay que matar al centauro que llevamos dentro”. La contraposición entre la vida civilizada de la ciudad, a veces abúlica y los sentimientos que se despiertan “en la hombría producido por el simple hecho de ir a caballo a través de la inmensa sabana”, en esa “llanura bella y terrible a la vez, en la que caben, holgadamente, hermosa vida y muerte atroz”.
Y de esto diría yo que va el libro, de la bipolaridad del hombre, entre lo civilizado y lo primitivo o bárbaro. Del control por la inteligencia de lo que lo primitivo desata. Por eso lo del título: doña Bárbara.
Y en la mujer la contradicción entre “la hirviente sensualidad y el tenebroso aborrecimiento al varón” en un entorno de crueldad donde el hombre domina.
Sobre la escritura, todo son halagos, resulta ingenioso, ameno, reflexivo, muy descriptivo, casi como vieras imágenes, y embaucador. La variedad de lenguajes es impresionante. El escritor le da el giro necesario a la lengua según cuál sea el personaje, y eso me resulta admirable. Es verdad que hay numerosos venezolanismos, pero también que hay un diccionario, como anexo, al final del libro.
Sin embargo, decir que a mí el giro que se da al final en el carácter de algunos de los personajes, seguramente por la fuerza renovadora de la idea civilizadora, es lo que menos me gustó del libro, probablemente porque me ha parecido precipitado. Pero aún así, con todo lo que tiene el libro de bueno, me parece un defecto, si es que es un defecto, poco importante.
Me despido con varias cosas que me han hecho gracia de las miles que hay:
“Las cosas son de verdad de dos maneras: cuando de veras lo son y cuando a uno de veras le conviene creerlas o aparentar que las cree".
Otra: Cuando se da una explicación de que allí no se ponen los puntos sobre las íes, sino sobre las haches ... Esta es la historia: un hombre que apenas sabía escribir y que no decía hartarse, sino jartarse; ni hediondo, sino jediondo. Cuando su secretario le trascribió sus palabras y escribió el texto con sus haches, como debe ser. Este le dijo: “Está bueno el texto, pero ponle el punto a las haches”