Donald Trump, el presidente norteamericano que se permite llamar “países de mierda” a Haití y a los países africanos y preferir a los inmigrantes noruegos, acaba de cumplir un año en la Casa Blanca. Ha sido el año de la mentira, del odio, del exceso y de la ruptura de puentes de entendimiento con los suyos, con los otros y con todos los demás: ni los republicanos – salvo los muy carcas – se sienten a gusto con él, ni los demócratas lo pueden tragar ni a sus aliados europeos les genera la más mínima confianza. Trump es único e irrepetible – por fortuna – en su forma de entender la política, si lo que él hace merece ese nombre: el insulto barriobajero, la comunicación espasmódica a través de las redes sociales y el mohín soberbio de quien presenta síntomas inquietantes de inestabilidad emocional. De alguien que no duda en autodefinirse como "un genio muy estable" no cabe esperar nada bueno. Eso, en el hombre que se sienta en la silla con mayor poder del mundo, es para temblar y rezar. Me gustaría recordar hoy aquello en lo que por fortuna ha fracasado, al menos por ahora. En primer lugar, en la construcción del muro en la frontera mexicana. Fue su propuesta estrella en la campaña pero ya hay incluso colaboradores suyos que admiten en público que si Trump quiere muro tendrá que pedir el dinero al Congreso y éste no está por la labor. Sus repugnantes políticas migratorias han fracasado también en parte, gracias a la actitud de un poder judicial que le ha puesto toda suerte de trabas, aunque no me cabe la menor duda de que persistirá en su empeño racista y xenófobo contra todos aquellos que no hablen inglés o no sean de origen caucásico. Solo como fracaso de Trump se puede calificar que su Gobierno haya tenido que echar el cierre este fin de semana por el desacuerdo sobre inmigración con los demócratas.
También ha fracasado, aunque solo a medias, en su obsesión por acabar con la reforma sanitaria de Obama. A pesar de la oposición de parte de los republicanos, ha conseguido debilitarla y es seguro también que no parará en lo que le queda de mandato para laminarla por completo. Sus oscuras maniobras en la oscuridad con los rusos durante la campaña electoral han marcado el primer año de la nueva presidencia: cuatro de sus colaboradores están inculpados y el propio Trump no está libre de sospechas de obstruir la labor de la justicia, algo que en Estados Unidos es algo muy serio. Entre sus éxitos – si es que pueden recibir ese nombre – está la jugosa reducción de impuestos con la que ha premiado a las grandes empresas del país más rico del mundo pero con enormes niveles de desigualdad. Por solo mencionar un dato, más de medio millón de personas duermen al raso cada día en la “América” de las oportunidades. En sus relaciones con el mundo, Trump ha acabado con la multilateralidad de Obama, se ha atrincherado en la Casa Blanca y solo habla de asuntos internacionales cuando se trata de amenazar al líder norcoreano, otro energúmeno de su mismo corte, lo que demuestra una vez más que los extremos se tocan.
La popularidad de Trump apenas llega al 40%, de las más bajas de un presidente norteamericano y, aún así, dicen las encuestas que podría volver a ser elegido. Habría que preguntar a los demócratas la razón. En contra de lo que prometió, su país no es hoy más grande que cuando llegó a la Casa Blanca: está más aislado, es más pobre y más desigual y fuera de sus fronteras está mucho peor considerado gracias sobre todo a él. El mundo no es un lugar más seguro para vivir, sino todo lo cotrario, y nada hace prever que eso vaya a mejorar en los tres años de mandato que aún le quedan. Lo único que tranquiliza un poco es que los contrapoderes funcionan en el sistema estadounidense y le impiden ir más allá de lo que le gustaría a esta verdadera amenaza mundial para un mundo ya multiamenazado que se llama Donald Trump.