DONDE LA CIUDAD CAMBIA SU NOMBRE
En 1957 Francisco Candel escribió un libro esclarecedor: “Donde la ciudad cambia su nombre”, al que seguirían otros similares, sobresaliendo “Els altres catalans”, de 1964. En ellos nos muestra con claridad asombrosa, sencilla y directa, lo que era la emigración de aquellos años, que llenó de andaluces, castellanos, extremeños, murcianos… los barrios periféricos de las grandes ciudades industriales.
Eran tiempos difíciles y situaciones dramáticas para la mayoría, asentados en chabolas, barracas, monobloques sin dotaciones urbanísticas para una población de origen rural empleada en los puestos más sufridos de la industria y los servicios. Estigmatizados en su mayoría como “turcos” en Alemania, “charnegos” en Cataluña, “maquetos” en el País Vasco. Regularizados unos; clandestinos otra parte, incluso dentro de nuestro propio país, al perseguir y expulsar a aquellos que no acreditaran vivienda y contrato de trabajo en los años cincuenta. Y fueron saliendo hacia adelante con mucho sacrificio y dificultades de adaptación a la nueva cultura suburbana.
Los hijos, criados en los suburbios de infraestructuras educativas, culturales, de ocio y expansión prácticamente inexistentes, conformaron una “segunda generación” que nació y/o creció en esas zonas marginales de macrociudades de la España periférica y grandes núcleos industriales de Europa occidental.
Intimé con unos y con otros en Barcelona, Bilbao, Madrid, París… Los mayores, obsesionados con el bienestar de su familia, aferrados a su duro trabajo de horario interminable. Los hijos, desubicados del contexto, sufriendo la añoranza de sus progenitores y el deseo de encontrar una garantía de futuro prometedor en un medio que a duras penas sentían como suyo, porque notaban un rechazo lacerante.
Este desgarro hizo que muchos no lograsen adaptarse a la conformidad de sus progenitores. Que formaran grupos marginales y sus barrios fuesen mirados con recelo. Lo que ahora, de manera multiplicada, es noticia en Suecia, Dinamarca, Francia, Alemania, con jóvenes hijos de emigrantes que forman bandas de difícil control, que llenan de temor a buena parte de la ciudadanía, envuelta en mensajes apocalípticos de corrientes de opinión y grupos políticos extremos de adhesión creciente, se vivió en los años setenta, ochenta y noventa del siglo XX. En los mismos lugares, por razones similares de ruptura generacional, choque cultural, frustraciones sociales.
¡Cómo no evocar lo que en aquellos años eran “temidos” barrios de absorción! No hablo ya del multirracial sureste del Bronx neoyorquino o Saint-Denis de París, sino de los míticos Camp de la Bota, La Perona, El Somorrostro o Baró i El Carmel de Barcelona, o San Blas, Palomeras, El Pozo del Tío Raimundo, Usera de Madrid, o Uretamendi, Artxanda,Otxarkoaga de Bilbao… Hablo de lo que fueron “barrios de aluvión”, zonas infradotadas de acogida de nuestra propia emigración interior.
Recordemos la película, casi documental, “Deprisa, deprisa”, dirigida por Carlos Saura en 1981. Abandono, marginalidad, delincuencia, drogadicción, violencia… ligado a esa “segunda generación”, cuyos padres llegaron a la prosperidad del desarrollismo industrial desde las zonas agrarias, rurales, tan depauperadas.
Eso es lo que ahora se “reedita” con las grandes migraciones de este primer cuarto del siglo XXI, procedentes del Magreb, del África subsahariana, de la Europa del Este, de los países Latinoamericanos. Lo que la expansión demográfica de esas zonas, sus conflictos y el ansia vital de un porvenir mejor empuja a grandes oleadas hacia “el paraíso europeo” en el que, sobre todo los hijos, la “segunda generación”, difícilmente logra adaptarse. Y se rebelan. Se marginalizan. Se enroscan en sus grupos de afines. Se hunden en su propia frustración y se radicalizan.
Recuerdo aquella frase de la novela “Jarrapellejos”, publicada por el médico y escritor de Villanueva de la Serena Felipe Trigo en 1914: “Se estaba aquí tan rematadamente daos al mesmísimo demóngano que na se perdiese por cambiá, manque hubiá desel en el infierno”. Y en eso puede convertirse su vida, su entorno: en un infierno. El reto está en ayudar a los potenciales emigrantes en su origen, y en proporcionar fórmulas de adaptación en las zonas de recepción, tanto para los contratados temporales (¡ese eufemismo de “circulares”!) e intermitentes como para los que se asientan de forma permanente, sin caer en los errores del pasado.