Llevo un rato buscando una palabra. He encontrado varias, pero en ese intento de sintetizar la lluvia de pensamientos que se me pasan por la cabeza y de resumirlo en un concepto, la primera que se me viene, me la callo. He decidido sólo pronunciar la segunda, que igual podría haber sido la primera, aunque lo dudo, porque no voy a negar cierta rabia contenida, y cuando se retiene la rabia, la primera palabra que aparece, siempre es preferible no mencionarla.
Indiferencia. Esa es la segunda palabra. La primera la dejo guardada en una cartuchera, recordando a ese juguete de la niñez que hoy es menospreciado por su beligerancia. Esa cartuchera donde, de niños, guardábamos las dos pistolas que decíamos de mentira y que disparaban eso que llamábamos mixtos, dejando en el aire ese aroma a petardo mal explotado. Hoy con el paso de los años, esas cartucheras y esas pistolas de petardos, resultan un insulto, un horror para la educación y la formación de nuestros más pequeños, porque estamos invitándolos con aquellas armas al uso de la violencia. Y, por supuesto, nadie quiere educar a sus hijos bajo ningún elemento que nos lleve a la violencia.
Por lo tanto, utilizo la segunda palabra que se me ha venido a la mente, ejerciendo ese derecho propio de autocensura que uno puede usar sin que nadie lo sepa, aunque ahora no me importe que se conozca. Quizás alguno me venga a decir que no ejerzo mi libertad de expresión, que a qué viene ese ejercicio de censura en estos tiempos, cuando es un derecho que hemos ganado con la democracia, con la lucha por la consecución de los derechos humanos. Y claro que sí, cuánta razón llevan esos ilustrados que me dicen que debo no callarme y que ejerza por ello mi libertad de expresión. Y me ponen el ejemplo que no hace muchas fechas, todos los responsables políticos salieron a la calle, asaltaron las avenidas, y detrás de una pancarta protestaron por la muerte de unos periodistas, bajo ese paraguas de un ataque a la libertad de expresión. Cuánta razón llevan esos ilustrados. No me había dado cuenta de ello. Después de tanto tiempo, hoy debo ejercer ese derecho porque son nuestros mayores los que han luchado para ello.
Pues bien, en ese ejercicio de mi libertad de expresión, os condeno a todos. Esa indiferencia a mí me da vergüenza. Vosotros, los ilustrados, esos que se han disfrazado de representantes públicos y políticos, estáis mostrando una indiferencia que me avergüenza. ¿Cómo pretendéis construir una sociedad mejor basándola en esa indiferencia? ¿no es quizás esa indiferencia un arma más peligrosa que esas pistolas de petardos?
Hace unos días, han muerto más de setecientas personas. Repito, setecientas personas. Personas que huyen de la miseria, del hambre, o de esos que les impiden ejercer su propio derecho y libertad de expresión. Y sin embargo, en esta vieja Europa, esta autoproclamada tierra de las libertades, hemos dado la espalda a esos muertos, porque quizás no todos los muertos valgan lo mismo. Todos han pensado que esos que estaban cruzando el mar, no eran de los nuestros.
¿Dónde se han perdido ahora las pancartas?
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