Revista Libros
1 El lunes, que fue feriado y trabajé (laburar feriados cansa más), llegué a los apurones a la estación de tren de Once, y ahí, chocando con miles de personas en los andenes, se me cayó un libro: "Microbios", de Diego Vecchio. En edición de Beatriz Viterbo, color blanco, nuevito, sin subrayados ni nada por estilo.Si lo encuentran, ¿me lo hacen saber para ir a recogerlo?
2Sé que nunca nadie me devolverá el libro.
3He extraviado tantos libros así, a mitad de lectura, y casi todos los quiero terminar de leer alguna vez; casi todos, pues, hay que decirlo, perder alguno fue un alivio.En mi adolescencia no pasó nada relevante. Es algo que me ha tomado años admitir. Pero, en fin,el primer gran libro extraviado en mi accidentada pero constante carrera de lector, fue "El sonido y la furia", de William Faulkner (Ed. Hyspamerica, 1983). Tenía yo 18 años, poco más o menos. Estaba en un colectivo asunceno, camino a la facultad de la UNA, leyendo el segundo capítulo de la novela. Cada tanto la interrumpía porque en una hojeada rápida había visto un ojo impreso (así, tal cual, el dibujo de un ojo) en las últimas páginas del libro, y quería apurarlo todo para llegar a entender qué hacía ese ojo allí. En una hora de viaje (línea 28: Luque - Sajonia), leí cien páginas, obnubilado. Pocas cuadras antes de bajar, quedé profundamente dormido, inexplicablemente dormido, innecesariamente, tontamente, etc.Cuando abrí los ojos ya estaba más allá de mi parada. De un salto toqué timbre y bajé de otro salto. Y allí, parado en la parada, paré de pensar y me di cuenta de que el libro se quedó en el asiento del colectivo. Oh, dolor de estómago (típica reacción de época).Nunca más continué la lectura de la novela. Pues, aunque parezca exagerado, quiero terminar de leer ese mismo libro que se me perdió; o al menos uno de la misma edición, que ya no volví a encontrar.La segunda gran pérdida ocurrió en similares circunstancias.En la librería Balzac, donde ya de adolescente empecé a adquirir mis ejemplares usados para engrosar una temblorosa biblioteca (más de la mitad de los libros que compré allí con el tiempo los cambié por cerveza o los tiré, o los regalé), que se componía principalmente de libros ultra baratos: sin importar el autor o el título, lo único que motivaba mi compra era que el precio no superase al de un paquete de cigarrillos, y que la contratapa diga relevante, genial o entretenido. Cada tanto encontraba joyas: "Contra la interpretación", de Susan Sontag, fue la envidia de Blas Brítez por años, ya que él vio el mismo ejemplar una hora antes y en ese momento no tenía nada de plata, y me costó comprarlo algo así como un paquete de Derby (execrable marca, por cierto). Así también me agencié de "Seis personajes en busca de autor", de mi adorado Luigi Pirandello, impreso por la híperbarata "Biblioteca 100x100", de las Ediciones Nuevo Siglo S.A. Esa misma noche, cuando apenas alcancé a leer una treintena de páginas, lo olvidé en las aulas de la facultad. Dolor de estómago otra vez, terrible. Lo cierto es que este libro, quizá el mismo libro, lo volví a comprar, también por el precio de un paquete de cigarrillos, por lo menos en la misma edición, este año, en una librería de Buenos Aires. Todavía no lo leí.Y he aquí una mis de más dolorosas pérdidas.Antes de continuar, admito que también perdí ejemplares que no eran míos, y de cuya responsabilidad muchas veces huí ignorando a los dueños, cambiándoles el tema de conversación, prestándoles aunque no querían un libro mío olvidable, y más.En un arranque de compañerismo inexplicable, como ocurre a veces, Milady Giménez me prestó su libro favorito. Fue esto, textualmente, lo que me dijo: "es mi libro favorito". Ella tenía unos 20 años, y espero que haya cambiado, de aquí a este tiempo, de libro favorito.El libro en cuestión era "El bosque de la noche", de Djuna Barnes, editado por RBA Ediciones. Esta novela yo la leí al principio lleno de expectativas; pero se da el caso de que estaba por ese entonces en un grupo de lectura de Marx. Y, fatalmente, desprecié el preciosismo decadentista de esta autora. Me burlaba de ella en cada página, durante mis viajes en colectivo. En ninguna parte había obreros o algo por el estilo. Nadie tenía problemas de plata. Y la odié. Y así, un día, olvidé el ejemplar en un viaje.Durante años, carcomido por la culpa, ignoré el tema del extravío con la dueña del libro. O bien le decía: ¡tengo que darte tu libro!, así, cobardemente. Mientras tanto, exploraba librería de usados que encontraba, para dar con un ejemplar igual. Pues no valía devolverle un libro de otra edición, pues me delataría. Y yo no quería delatarme. Además, con los años, recordando la hermosa prosa de Djuna, mi visión de la literatura cambió radicalmente. En otras palabras, se enriqueció, y comprendí que el gran arte de narrar no pasa solo por tener algo de Gorki, Roberto Arlt, o Maupassant. Hay una tradición enorme, en cuya vena transitan Barbey d'Aurevilly, Jean Lorrain, Sacher-Masoch; y por ahí va Djuna Barnes. Todavía me acuerdo de algunos fragmentos, que entre la bruma de la mala memoria son luminosos.Tengo que agregar también que este libro, quizá el mismo ejemplar, lo vi en casa de alguien que no lo leyó y probablemente no lo leerá. Lo voy a devolver luego de leerlo yo. Te prometo. Alguna vez.
4El libro que más me dolió perder, y no sé dónde pasó: "El placer del texto / Lección inaugural", de Roland Barthes (Ed. Siglo XXI).
5Podría seguir así por muchas páginas. Sin embargo, quiero aclarar que el libro de Vecchio es el primero que pierdo en tres o cuatro años.La pregunta es, ¿dónde van a parar estos libros que perdemos?¿En manos de otros, ávidos, lectores? ¿En el tacho de basura? ¿Vendidos? ¿En el cajón del ratón que guarda los dientes? ¿Entre las hojas muertas de Bartleby?¿Volverán a mis manos, a mis ojos?