El pensador danés Soren Kierkegaard recurrió en su obra Temor y temblor a la figura arquetípica de Abraham, quien hallándose en el ocaso de sus días junto a su anciana esposa imploraba a Dios que le concediera una descendencia. Al tiempo, llegaría el pequeño Isaac como llega el salmón a la montaña: a contracorriente. Sin embargo, el mismo Dios que permitió con su Gracia el alumbramiento de un hijo a la abuelita estéril, obligaría a Abraham a matar a Isaac como muestra de Fe. Se batían así a lanzadas en el corazón de Abraham la Ética y la Fe. ¿Asesinato o sacrificio?
Convertido el Movimiento Olímpico en Deidad de nuevo cuño, se lanzan de igual los distintos miembros del COI al gollete del dopaje como ángeles custodios de una Fe intocable. Una nueva modalidad de fideísmo transmutado. La Razón queda a años luz de nuestros pies. Pura pasión ciega. Según el Comité Olímpico Internacional, se establecen tres dogmas de Fe que hay que seguir a pies juntillas y con esparadrapo en la boca, y por los cuales el dopaje es la Bestia a batir. A saber: daña la ética del deporte; es perjudicial para la salud del deportista; y menoscaba el principio de igualdad de oportunidades. Todo muy dulce y paternal; pero ¿vulnera de verdad el dopaje los tres preceptos del COI o son ellos quienes se encargan de menoscabar la integridad del deporte con su hipocresía? ¿Prima la Ética o la Fe ciega?
Que el dopaje daña la ética del deporte es difícil de aseverar, pues desde sus orígenes han caminado de la mano. Ya en el Siglo III a.C los griegos recurrían a extractos de plantas en pociones, así como distintos mejunjes con los que recubrían sus cuerpos. Los precolombinos, por su parte, masticaban hojas de coca y estricnina, mientras que los nórdicos eran fieles a los hongos alucinógenos. Desde entonces y hasta nuestros días, los distintos deportistas han recurrido a todo tipo de sustancias y artificios que le ayuden a conseguir la corona de laureles. Pero todo ello va, según el COI, contra el espíritu olímpico. El filósofo Paul Singer, en un artículo publicado en la revista El Tiempo, defendía que el deporte no tiene sólo un espíritu, pues «las personas hacen deportes para socializar, para mantenerse en forma, para ganar dinero, para hacerse famosa, para evitar el aburrimiento, para encontrar el amor o por pura diversión». Es por ello que quienes hacen del deporte su forma de vida debieran poder elegir cualquiera de las vías posibles en base a su voluntad y libertad, marcando así una línea que separare el romanticismo del deporte amateur del arriscado campo de batalla profesional donde se juega la Gloria. Asimismo, recurría Paul Singer en su artículo al Profesor de Bioética Julian Savulescu, que dirige el Centro Uehiro de Ética Práctica de la Universidad de Oxford, quien aboga por legalizar el dopaje siempre que no perjudique la salud del atleta. Terreno espinoso, no obstante, pues el deporte es perjudicial en sí mismo, como se verá más adelante. En idénticos términos se expresó hace años Samaranch, quien declamara que no debería prohibirse el dopaje cuando mejorara el rendimiento deportivo, sino cuando éste pusiera en peligro la salud del deportista. En este orden de cosas y con el aceita caliente en la sartén, disponerse a hacer la tortilla sin cascar los huevos se antoja harto complicado.
De acuerdo al propio COI, dopaje es «la utilización de un artífice (sustancia o método) potencialmente peligroso para la salud de los atletas y/o capaz de mejorar los resultados, o la presencia en el organismo del atleta de una sustancia o la prueba de la aplicación de un método que figure sobre una lista adjunta al Código Antidopaje del Movimiento Olímpico». De esta manera, casi que parece arbitrario que el COI prohíba las inyecciones de eritropoyetina y en cambio permita el entrenamiento a gran altura. Podrá argüirse con gesto circunflejo: ¡es que el uno es artificial y el otro es natural! Y en ese preciso instante se abriría el telón dejando entrever al fondo una enorme cámara hipóxica. ¿Por qué razón se les permite a los atletas dormir con sus mascarillas en la boca limitando la concentración de oxígeno del aire cuando el fin no es otro que el de aumentar artificialmente la producción de la EPO? ¿No raya la obscenidad semejante contradicción? La definición del COI remarca con trazo grueso las palabras sustancias y métodos; pero en la práctica parece perseguir sólo la sustancia. ¿Por qué esa obsesión con los compuestos químicos? ¿Todo lo natural es beneficioso y todo lo químico es dañino? Como escribiera Henry Miller, médico, biólogo e investigador de la Universidad de Standford, resulta tramposo y pueril semejante juego de buenos y malos cuando todas las cosas, tanto naturales como sintéticas, se componen de productos químicos, incluyendo nuestro propio cuerpo. En la dosis está el veneno. Yendo más lejos, existen multitud de productos naturales en los que, aun teniendo los mismos efectos que los sintéticos, son desconocidos sus riesgos para la salud dada la ausencia de investigaciones científicas serias. Es por ello que en Estados Unidos la FDA –Administración de Alimentos y Drogas– esté tratando de remover ciertos productos que, como en el caso de la efedrina, se cuelan en el mercado por el ojo de la aguja gracias a que son puestos a la venta como productos dietéticos aun sin tener valores nutricionales, por la sencilla razón de que los controles son mucho más permisibles y laxos en ese terreno.
Así, siguiendo con la efedrina –estimulante de moda en el deporte–, en los Estados Unidos y resto del mundo se ha colado en el mercado nutricional como añadido del «ma huang, Chinese ephedra, ma huang extract, ephedra, ephedrine alkaloids, ephedra sinica, ephedra extract, ephedra herb powder, epitonin o ephedrine». Sin embargo, el COI advierte que todos ellos pueden provocar por igual un positivo en un control antidopaje al tiempo que desfilan por el mercado como productos totalmente inocuos. De hecho, en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles un deportista japonés dio positivo al ingerir una infusión de efedra o ma huang y ginseng. Según los reportes hechos a la FDA, sólo en dos años diez personas murieron a causa de la efedrina en sus distintas variantes, diecisiete acabaron con lesiones permanentes, diez con hemiplejía… Todo ello gracias a ese mercado abierto e incontrolado por el que se cuelan los productos naturales como si de algodón de azúcar se tratara, especialmente a través de internet. ¿Por qué no exigirles los mismos controles que a los productos sintéticos? ¿No sería conveniente cerrar o abrir el círculo por igual? O mejor aún: ¿no sería más lógico implementar unos programas de dopaje asistido por médicos que conocieran los efectos tanto positivos como negativos de la sustancia y en base a ellos el deportista eligiera de acuerdo a su libertad? Dado que los contramaestres del COI luchan con gran brío contra el dopaje en defensa de la salud del deportista, sería conveniente dar un paso al frente y cruzar el Rubicón con todas sus consecuencias a fin de acabar con la clandestinidad y los mercados negros.
Sin embargo, la Tramoya del COI tiene mucho que ver con el trilero que engaña a ajenos mientras guiña el ojo a su compinche de trampas particular para que se arrime algún valiente y doble así la apuesta. Palmadas en la espalda entre ellos mismos y las agencias antidopaje, mientras se dan un baño de contrariedades hirientes. Azotainas a diestro y siniestro, capuletos y montescos; pero ¿quién mira por la integridad del boxeador sonado? ¿Acaso no deja este deporte graves secuelas físicas y psicológicas en quienes lo practican? ¿Y todos esos alpinistas que se quedan en muñones después de ver cómo se congelan sus dedos? ¿Y el descenso de glóbulos blancos por debajo del mínimo que sufren muchos buceadores debido a la mezcla que respiran? A falta de razonamientos serios, que prime la farfolla y el desvarío. El filósofo Claudio Tamburrini, del Centro de Bioética de Estocolmo, dijo que el deporte dejó de ser salud hace tiempo. Y es que además de los boxeadores que terminan como granos de trigo pasados por la rueca, hay que considerar las muchas lesiones que sufren los atletas al retirarse, como en el caso de Carl Lewis, quien padece una artritis de tres pares de narices debido al exceso de entrenamiento que soportó durante años. Y no es el único. Yendo más lejos aún, se encuentran los problemas psicológicos. Según los estudios de Ricardo de la Vega y Francisco García Ucha, «los deportistas retirados muestran que las reacciones emocionales pueden ser muy diversas al proceso de inserción en la vida cotidiana. Ocurren reacciones de ansiedad, depresión y hasta síntomas psicosomáticos. Es decir, aparecen enfermedades orgánicas, metabólicas o funcionales que afectan al ex deportista». ¿Interviene el COI en la libertad individual de ese deportista que asume el riesgo que implica para su salud la alta competición y el exceso de entrenamiento? ¿Obstaculiza el ascenso al alpinista que pone su vida al límite al ascender hasta los seis mil metros de altura? Todos actúan en base a su propia libertad, sacrificando una cota de su salud por el inmediatismo de los records y la gloria. Dado el afán policiaco del COI y la preocupación por la salud de sus querubines, podría crear una Brigada de Control del Entrenamiento y la Competición –sintagmas que tanto gustan a los burócratas– en beneficio de una salud homogeneizada y…¡adiós, cordera! ¿Absurdo, verdad? Pues así de absurdo es el hecho de preocuparse por la salud de un deportista que recurre a sustancias prohibidas más de lo que él mismo llega a preocuparse. Liberticidio sin más.
Por otro lado, olvidan los mandamases del COI que la espada corta en ambos sentidos. Acotar la libertad individual, aún persiguiendo un supuesto beneficio, puede tener el efecto contrario al deseado. En el terreno del dopaje se perfila poco a poco un futuro aún más difícil. Y es que cuando se cierra una puerta se abre una ventana: el dopaje genético. Término que, por otra parte, ya ha sido definido por la propia Agencia Mundial Antidopaje como «el uso terapéutico de genes, material genético y/o células que tienen la capacidad de aumentar el rendimiento deportivo». En el caso de la EPO recombinante, al tratarse de una sustancia semisintética, puede ser detectable en los controles antidopaje rutinarios. ¿Pero qué ocurre cuando se traslada al dopaje genético? En ese caso, «se inserta el gen de la EPO en el músculo junto con un switch genético que lo activa cuando los niveles de oxígeno muscular son bajos, lo que lleva a un aumento endógeno de la EPO indetectable por los métodos de control normales» Aviso a navegantes. Tanto es así que hace tres años un entrenador alemán, Thomas Springstein, fue arrestado después de intentar adquirir Repoxygen. Según los laboratorios británicos Oxford BioMedica –quienes trabajan en el desarrollo del producto–, se han superado las fases preclínicas y se hallan ya trabajando en la fase clínica. El Repoxygen es un virus que opera como transporte del gen de la EPO y un controlador de los niveles de oxígeno. En el momento que se produce una escasez de oxígeno, el Repoxygen activa el gen de EPO inyectado y comienza a producir una legión de glóbulos rojos. Se consigue así la cuadratura del círculo. El COI y la AMA, en busca de la entelequia y el mundo ideal de Hansel y Gretel en base a la Fe ciega, consiguen que laboratorios y deportistas abran todas las ventanas de la casa olímpica cansados de llamar a la puerta. Y por ahí se colarán. Se cuenta que en los albores de la EPO llegó ésta al mundo del deporte a través del mercado negro antes que a los hospitales. Sirva de precedente.
Y es que por querer hacer el bien terminan redoblando el mal. La supuesta igualdad de oportunidades que enarbolan se ve desmochada gracias a sus malabarismos hipócritas. Lejos de aceptar que la igualdad de condiciones y oportunidades quedan a años luz del deporte por puras arbitrariedades de la Madre Naturaleza, optan por engordarlas. Ya dijimos que las condiciones biológicas de un corredor de fondo de Etiopía no son las mismas que las de un madrileño; pero podemos tirar del hilo cuanto queramos hasta encontrar desigualdades. Según un estudio de la Universidad de Howard, los records mundiales de velocidad tienen sus derechos de autoría mayormente en manos de atletas negros debido a que «tienden a tener miembros más largos con menos circunferencia, lo que aumenta la altura de sus centros de gravedad, mientras que los asiáticos y blancos tienden a tener torsos más grandes, por lo que su centro de gravedad es más bajo» Y no solamente las encontramos en beneficio de los velocistas. De acuerdo a los trabajos realizados por la Unidad del Ejercicio de la Universidad de Ciudad del Cabo, los corredores de fondo africanos poseen «una mayor actividad enzimática oxidativa a nivel muscular, un retraso en acumular lactatos en sangre y una mayor capacidad para prolongar la fase final del esfuerzo antes de alcanzar la fatiga» Son todas ellas las desigualdades que ayudan a rebajar esas centésimas que diferencian al velocista de élite del mediocre o al fondista keniata del esloveno. Paul Singer lo llamó la lotería de la genética.
Es por ello que resulte ridículo que el COI se empeñe en perseguir las desigualdades a fin de sembrar un bosque en el que ningún árbol destaque por encima de otro cuando el deporte encierra de por sí desigualdades en cuanto a condiciones, posibilidades, resultados y, además, medios. ¿O es que no repara el organismo internacional –o Casa Cuna Olímpica– que los medios de que disponen los atletas estadounidenses no son los mismos que aquellos que tienen a su alcance los namibios? Y no sólo en cuanto a equipamiento y materiales, sino también en centros de alto rendimiento, equipos de investigación, avances médicos, etc. Con estas cartas sobre la mesa, ¿por qué razón el COI habría de negarme la posibilidad de conseguir químicamente las mejoras que el Señor Azar no me ha otorgado? ¿Acaso no soy único y exclusivo poseedor de mi cuerpo? Las desigualdades no lo son exclusivamente por exceso, sino también por de-fec-to. Es por esta razón por la que la lucha no debiera centrarse sólo a pie de pista, en centros de alto rendimiento o desarrollando nuevos materiales, sino que el deportista debería tener pleno derecho con todas las de la ley a que, en base a su propia libertad, determinado laboratorio le ayudara a suplir los agujeros negros de su arquitectura fisiológica y genética. Quizás Marion Jones no necesitara el THG para ganar de igual que Lance Armstrong no tuviera que haber recurrido a la EPO para conseguir los siete Tours de Francia. El bueno de Lance quedó cuarto con doce años en una prueba de natación de 1500 metros donde se enfrentaba a competidores de todo Texas, mientras que Jones tenía su marca entre las veinte más destacadas del mundo con quince años. En el caso de Lance Armstrong, los médicos Ger Bongaerts y Theo Wagener ya escribieron en la revista Medical Hypotheses un artículo titulado: Gluconeogénesis hepática incrementada: el secreto del éxito de Lance Armstrong. Según los médicos «se trata de la capacidad del hígado de sintetizar la glucosa y así obtener energía para la acción muscular. Y, más importante en este caso, también la de remover el ácido láctico (producido por el trabajo muscular y responsable del dolor y el cansancio, además de los calambres) y convertirlo precisamente en glucosa. Ésta es la clave interna, metabólica, del éxito de Armstrong, ya que al remover el ácido láctico no sólo evitaba sentir el cansancio sino que también obtenía una energía extra para sus esfuerzos» ¿Lotería genética? Es bastante probable.
Hace pocos días publicaba Moisés Naím un artículo de prensa titulado La necrofilia de las ideas. Criticaba así el amor ciego por las ideas muertas, la pasión desbordada hacia las causas perdidas. Sea quizás esa misma necrofilia de las ideas la que invada a los prebostes del COI en su lucha por una batalla perdida ya en sus orígenes. Pero en esas seguirán: coleccionando cadáveres con rigor de taxidermistas en beneficio de su propia Guerra Santa contra el dopaje mientras que en su Santa Sede crecen los casos de corrupción como hongos después de la lluvia. Y es que, como concluyera el propio Naím, «el amor es ciego y el amor por ideologías que además ayudan a mantenerse en el poder no es solo ciego, sino también muy conveniente»