Revista Psicología

Dormir o no dormir con el bebé, ¿cuestión cultural?

Por Gonzalo

Un bebé hace lo que puede para retener a los padres a su lado: mira y balbucea cuando los tiene cerca, intenta agarrarlos si se alejan y gimotea cuando están ausentes. El arsenal infantil para la persuasión normalmente tiene un gran éxito. En un bebé, los padres encuentran tanto a un tirano en miniatura como a un experto encantador: los más insignificantes eructos y gruñidos despiertan una gran preocupación, su satisfacción produce paz a los padres. La capacidad de los bebés para retener a los padres al lado ha evolucionado no para servir sus antojos sino por necesidad límbica. Eras de experiencia dirigen su cerebro para que esté abierto al canal emocional que estabiliza su fisiología y conforma su mente en desarrollo.

Desde sus primeras horas de vida, los norteamericanos tradicionalmente cortan esta concexión por la noche. Nuestra cultura da por sentado que un bebé no debería dormir con sus padres.

El tema de la ubicación nocturna de los bebés retumba en la conciencia nacional, gracias a la revisión actual de un debate rebelde. Muchos pediatras norteamericanos ponen mala cara a que los bebés duerman con los padres. El doctor Spock advirtió contra esta práctica hace décadas en su influyente libro, Dr. Spock’s Baby and Child Care: “Creo que es una norma sensata no meter al niño en la cama de los padres por cualquier motivo”.

Spock era más suave que el pediatra Richard Ferber, que ha librado una verdadera cruzada contra la idea de que los padres y los niños pequeños compartan habitación o cama.

Al otro lado del callejón están los psicólogos evolutivos y los sociólogos interculturales, que apuntan que la costumbre americana de dormir separados es una singularidad global e histórica. Casi todos los padres del mundo duermen con sus bebés, y hasta la última astilla de la historia humana, dormir separados era realmente raro. El peso de la prueba, pues, cae sobre nuestra cultura para justificar sus anómalas prácticas nocturnas.

Robert Wright, un destacado propulsor de la psicología evolutiva y defensor del sentido común, refuta a Ferber:

Según Ferber, el problema de permitir que un niño que teme dormir solo se meta en tu cama es que no estás solucionando el problema. Tiene que existir una razón para que tenga tanto miedo”. Sí, tiene que haberla. Esta podría ser una. Quizá el cerebro de tu hijo estaba diseñado por una selección natural de millones de años durante los cuales las madres durmieron con sus bebés. Quizá, volviendo a aquella época, si los bebés se encontraban completamente solos por la noche significaba a menudo que algo horrible había pasado, que la madre había sido devorda por un animal, por ejemplo. Puede que el cerebro del niño esté diseñado para responder a esta situación gritando frenéticamente para que los familiares que estén cerca puedan descubrir al niño. Quizá, en resumen, la razón de que los niños parezcan aterrorizados cuando están solos es que un niño se aterroriza de forma natural cuando se le deja solo. Es sólo una teoría.

Como reconoce Wright, muchas características del mundo moderno, aunque no sean naturales, tampoco son perjudiciales. Se me ocurre la calefacción, las duchas frecuentes y las gafas. ¿Los cambios en la forma de dormir son otra elección moderna, que no afecta a la salud?  Ferber advierte de que el deseo de compartir la cama familiar es una rareza psicológica que puede exigir “ayuda profesional” para solucionarla. Para apoyar lo que dice, cita un refrito freudiano reciclado, pero ninguna prueba. Sin embargo, el trabajo de los investigadores del sueño ha apuntado la posibilidad de que el dormir separados pueda comportar algún riesgo psicológico.

Un bebé puede morir de pronto y silenciosamente mientras duerme, y sin evidencias de traumas o enfermedad, como si el alma recientemente depositada en la diminuta forma no estuviera bien fijada en su sitio y se hubiera escapado para volver a su mundo espiritual. Lo que antes los padres llamaban muerte en la cuna se llama ahora síndrome de la muerte súbita infantil, o SMSI. El síndrome sigue siendo un misterio. Algunos casos se han reclasificado como homicidios encubiertos, pero en la amplia mayoría de muertes por SMSI no se ha encontrado ninguna anomalía física o ambiental. No obstante, los diferentes porcentajes de incidencia de la muerte súbita en las distintas sociedades apuntan a una contribución cultural.

A pesar de sus tecnologías médicas avanzadas y la sofisticada antención pidiátrica, Estados Unidos tiene la incidencia más elevada de SMSI del mundo: dos muertes por cada mil niños vivos al nacer, diez veces más que en Japón, y cien veces más que en Hong Kong. En algunos países el síndrome es prácticamente desconocido.

El científico del sueño James McKenna y sus colegas realizaron un estudio sin precedentes que puede lanzar algo de luz sobre el misterio del SMSI. Estudiaron cómo dormían los bebés en el entorno preparado para ellos en millones de años de evolución de los homínidos: la proximidad materna. McKenna descrubrió que una madre y un hijo dormidos comparten algo más que el colchón. Sus ritmos fisiológicos en el sueño muestran concordancias mutuas y sincronizaciones que McKenna cree que son vitales para la vida del niño:

“El despliegue temporal de estadios particulares de sueño y períodos de vigilia de la madre y el hijo se entretejen. Cada minuto, durtante toda la noche, se produce gran cantidad de comunicación sensorial entre los dos”.

Las madres e hijos que duermen juntos pasan menos tiempo en etapas profundas de sueño y tienen más despertares que sus equivalentes solitarios; estos cambios neurales, cree McKenna, protegen a los bebés de la posibilidad de paro respiratorio. Los bebés que duermen con la madre también se alimentan tres veces más con lactancia materna que los que duermen solos y siempre estuvieron en posición supina; los dos primeros factores protegen contra el SMSI. No es extraño que las sociedades humanas con menos incidencia de SMSI sean aquellas en que las madres y los hijos duermen juntos.

Los separatistas del sueño exhumaron la actitud pavloviana hacia los niños que dominó la psicología a principios de siglo pasado. Si recompensas la angustia de un niño con atención, decían (y todavía dicen), aumentarás la probabilidad de recurrencia. Un niño que está solo por la noche, sin ninguna presencia humana para “gratificarlo”, acaba por dejar de llorar y pasa sin ella. Pero dormir no es un reflejo, como la salivación que produce un bistec a los perros. Cuando dormita, el cerebro adulto sube y baja pasando por media docena de fases neurales distintas cada noventa minutos, en movimientos sinfónicos que se alargan gradualmente y culminan en el despertar matutino. El sueño es un ritmo cerebral intrincado, y el bebé inmaduro neuralmente primero ha de tomar prestadas las pautas de los padres.

Los bebés nacen sabiendo esto y un bebé normal, tanto si lo ponen al lado izquierdo como derecho de la madre, pasa la noche vuelto hacia ella, con los oídos, la nariz y ocasionalmente los ojos empapándose de la estimulación sensorial que establecen sus cadencias nocturnas. El mismo principio permite que un reloj de tictac regularice el sueño inquieto de los cachorros que se acaban de separar de las madres, y permite que el osito respirador estabilice la respiración de los bebés prematuros.

Aunque suene extravagante para los oídos de los estadounidenses, la presencia de los padres puede mantener vivo a un niño dormido. El constante émbolo de un corazón adulto y la marea regular de la respiración coordina los flujos y reflujos de los ritmos internos del pequeño. Una intuitiva aceptación de estos programas antiguos conduce a las mujeres, sean diestras o zurdas, a acunar al niño en el brazo izquierdo, con la cabeza cerca del corazón. Esta lateralidad no puede ser costumbre o predilección cultural, porque las madres gorilas y chimpancés muestran el mismo gesto innnato de mecer a sus crías en el brazo izquierdo.

El debate sobre la cama familiar gira alrededor de un enigma americano: fomentamos más que ninguna otra sociedad la libertad individual, pero no respetamos el proceso cuando la autonomía aún se está desarrollando. A menudo, los estadounidenses creen que la autonomía se le puede endosar a alguien como un viajero le lanza la maleta al botones: obligar a un niño a hacer algo por sí solo para que aprenda cómo; si haces eso con un niño, estarás criando a un monstruo con tentáculos que sólo sabrá aferrarse. La verdad es que la presión prematura socava la capacidad genuina y orgánica para la autonomía que los niños llevan dentro. La independencia emerge naturalmente  no a base de frustrar y desalentar su dependencia, sino que es fruto de una dependencia saciada.

Los niños se apoyan mucho en los padres, sin duda. Y cuando han experimentado la dependencia, siguen adelante, y se van hacia sus propias camas, casas y vidas.

 

Fuente:  LA MENTE ENAMORADA, Una perspectiva científica sobre el cerebro y los vínculos afectivos

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