A Emilio, que siempre dice que me teme en abril,
porque aunque todavía no es abril me he puesto temible.
Te prometo que en abril te dedicaré una entrada alegre.
Tiempo después de morir Juan Daniel Fullaondo, mi amigo Ochan y yo volvimos a su casa. Qué tristeza y, al mismo tiempo, qué tarde tan agradable con Paloma, su mujer, siempre tan hospitalaria, tan positiva y tan buena anfitriona.
Si en vida él era el protagonista absoluto de todas las reuniones, imaginaos ahora. El gran ausente. Su sombra, su sillón, su hueco pesaba toneladas sobre nosotros. (Aunque, como siempre, las risas fueron nuestra seña de identidad. Qué bien lo pasamos siempre en esa casa).
Paloma nos contó que en sus últimos meses Juan Daniel había estado muy activo, muy creativo, y nos regaló dos libros de poesías indescifrables que había escrito: Evocando a Gerardo Diego y demás cosas y Traiciono luego existo. También sacó unas cartulinas con dibujos de rotuladores de colores, también indescifrables: personajes, rostros humanos (¿el suyo?) flotando en espacios metafísicos.
Nos preguntó qué dibujo nos gustaba más. Yo señalé uno sin dudarlo. Veía algo muy curioso en él (seguramente algo que me había inventado). Ochan señaló otro, elogiando no sé ya si la habilidad gráfica de nuestro maestro o su optimismo y su furor creativo en los últimos meses de su vida.
Paloma nos dijo que nos los quedáramos, y que cogiéramos otro más cada uno. Debió de irlos regalando a los distintos amigos, alumnos y discípulos, de modo que de alguna manera Fullaondo se diluyera en todos nosotros.
Inmediatamente enmarqué los dos dibujos y los puse en el salón de mi casa, donde llevan colgados desde entonces.
Juan Daniel Fullaondo. Sin título. 1994
21 x 26 cm2. Rotuladores sobre cartulina
Juan Daniel Fullaondo. Sin título. 1994
24 x 32 cm2. Rotuladores sobre cartulina
Pero, para mi desgracia, los rotuladores tienen la maldita cualidad de irse borrando con los años. Estos dibujos que acabo de mostrar eran una febril combinación de trazos cortos, nerviosos, de colores variados: rosas, marrones, verdes, azules suaves... Hoy apenas queda una muy pálida sombra de lo que fueron.
(Esto es un detalle de la esquina superior izquierda del dibujo anterior.
Todo era un fondo de trazados cortos inclinados que ahora apenas se vislumbran).
Siguen en el salón de mi casa, y día a día veo cómo van desapareciendo. Ahora pienso que los podría desenmarcar y escanear, y guardar los originales y colgar sus copias impresas. ¿Pero ya para qué? Ya es tarde, ya el daño está hecho. Y además, ¿para qué guardar los originales en una carpeta, relegada a su vez a un cajón? No tiene sentido. Así que seguirán en el salón de mi casa, esfumándose.
Rafael Alberti contaba que Picasso le había regalado un dibujo a rotulador que se le iba borrando con los años y él -buen dibujante- lo repasaba de vez en cuando.
(De este modo, al cabo del tiempo ya no quedaba nada de los trazos de Picasso, pero sí de su guía, que había llevado la mano de los sucesivos repasos del poeta).
Estos dibujos, como digo, se están esfumando. Cuando se borren del todo matarán nuevamente a su autor. A todos nos esperan varias muertes: Tras la de nuestro cuerpo seguirán las de nuestras obras, las de nuestros recuerdos, las de nuestras huellas.
Todo lo que hacemos (la arquitectura y todo lo demás) es para dejar memoria, para que quede algo que nos sobreviva, para ser útiles a alguien y que eso sume a favor en la contabilidad general del mundo.
Pero toda nuestra obra y toda nuestra presencia morirá definitivamente. Hay muertes traumáticas, como el famoso derribo de la Pagoda. Casi es lo mejor.
Peor es el olvido, la roña, la caspa. Peor es que el amante de la arquitectura peregrine para ver alguna secreta maravilla y se la encuentre adulterada, tapada, prostituida por rótulos de comprooro, de mcdonald's, de lacasadelchurrasco, por ruedas de carro y farolillos en la fachada, por nuevas distribuciones cochambrosas, por tantas toneladas de desprecio. Eso sí es reescribir y redibujar, y no lo de Alberti sobre el dibujo de Picasso.
Qué será de todos nosotros. Qué será de mí. Qué será de mis cosas, que no dejaré como recuerdo, sino como estorbo. Qué harán mis hijos con mis libros, con mis dibujos, con todo lo mío, que ya será solo basura inútil y cansina. Y si mis hijos conservan algo, qué conservarán finalmente mis nietos. Nada. La disolución final, el olvido absoluto. Será mejor así.
Será hermoso dejar entre mis cosas -muchísimas más de las que imagino: papeles, trastos, ropa...- dos cartulinas borradas, desvaídas, enmarcadas como si alguna vez hubieran merecido ese privilegio, como si alguna vez hubieran sido, por ejemplo, dos dibujos de mi querido maestro.
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Nota.- Me resulta muy grato que una nueva generación de profesores y de investigadores jóvenes estén interesándose por la figura y por la labor de Juan Daniel Fullaondo. Le deseo una larga y muy feliz memoria.