Ha dado la casualidad de que hayan coincidido en cartelera dos biopics de pintores. Uno es el fresco de Mr. Turner y otro el burtoniano Big Eyes. Y son radicalmente diferentes. Un biopic no es simplemente contar los acontecimientos más importantes de la vida de alguien. Ya no vale el “en tal día nadió y murió en paz”. Tanto Mike Leigh como Tim Burton escogieron a esos dos pintores por razones muy diferentes. Nada como contar la vida de un personaje relevante para levantar interés en el público. De esta manera el biopic se ha convertido en la excusa perfecta para contar historias.
Así que poco o nada unen a Mr Turner con Big Eyes más allá del famoso “basado en hechos reales”. Y creo recordar que Mr. Turner ni siquiera lo emplea pese a tener un estilo más “realista” que Big Eyes. En referencia al realismo que puede llegar a tener un biopic surge la cuestión de siempre: ¿Cuando hablamos de Gandhi nos viene a la cabeza la siguiente imagen?
Para mí a partir de ahora Turner, el pintor romántico de avasalladoras tempestades marítimas, será Timothy Spall (que ofrece una soberbia interpretación) como Gandhi es Ben Kingsly. De Turner sólo conocía sus cuadros y nada sabía de su vida pero ahora creo conocer cómo es temperamentalmente. Sabría que si me topase con él por la calle no me miraría y seguiría inmerso en sus tormentas mentales, balbucearía, haría muecas y de un momento a otro le daría un ataque de tos (puede que por el asma). No me importa dónde nació, me importa qué le llevaba a pintar esas tormentas. Mientras que hacer el “biopic” de un cuadro carece de sentido, hacerlo de una persona es fundamental para nosotros porque tenemos que hacernos una imagen de su vida. Estas personas son nuestra cultura y la historia que se nos cuente marcará la manera en que conocemos nuestra historia.
Big Eyes no deja de ser un artículo de prensa amarilla que culmina en un enrevesado juicio escandaloso. Tim Burton no es que no ofreza una visión sesgada de quién fue Margaret Keane sino que opta a filtrar su historia por la pluma de un reportero sensacionalista. Por eso, el juicio final es casi de risa. Christoph Waltz se ríe del propio personaje que se creó en Malditos Bastardos: un hombre excéntrico, manipulador y dado a la verborrea. Sin embargo, como ocurre en todo artículo sesgado, se pierde la oportunidad de indagar en una historia más profunda. Sin embargo, es curioso que una parte importante de la historia se centre en explicar el por qué de esos ojos grandes y al final no sepamos cuál era la razón que llevó a Margaret Keane a hacerlo.