Dos lágrimas. Una dulce y otra amarga. Las dos caras del fado. Son las que ofreció Cuca Roseta para su público sevillano en la Noche Icónica del Colón de mayo. Hay abierto desde fuera de sus fronteras cierto prejuicio equívoco, hendido por el desconocimiento, respecto a que toda la música portuguesa es fado y que todo el fado es sufrido, desconsolado, desolador. Pero la música portuguesa es tan poliédrica y despliega tantas aristas como los más ricos folklores. Igual que el fado, que posee una rama más luminosa que la melancolía desaforada a la que a menudo lo solemos limitar.
Acompañada de Francisco Sales a la guitarra y Sandro Costa en la guitarra portuguesa, la sencillez cautivadora del canto de Cuca Roseta atrapó al público sevillano en la intimidad de la librería del Colón desde el Barco Negro con el que la noche levaba anclas. El origen marítimo del fado es, precisamente, la hipótesis más probable de este género de corazón vagabundo, portuario y arrabalero, que, en los últimos años, tiene cada vez más presencia en Sevilla. Parece que los países ibéricos comienzan a descubrirse el uno al otro. La propia Cuca ya había sido embajadora en el Festival de Fado que se viene celebrando en el Lope de Vega a finales de año.
La química del trío era contagiosa. El carácter del brillo que imprimía la guitarra portuguesa de Sandro Costa hechizaba. Las dinámicas se iban intercalando, aliviando la saudade profunda con ritmos más danzarines. La hondura de Grito quedaba entre la ligereza de la Marcha do Centenario y Marcha de Santo António. De nuevo, la pausa emocionante de Rua do capelâo, la canción que aparecía en los Fados de Carlos Saura, volvía a tornar las intensidades. Y la elegancia del cantar de la portuguesa, no exento de cierta sensibilidad jazzy, amparaba este juego en un halo precioso de sutileza.
Tras un intermedio instrumental con cierto deje norteamericano en manos de Francisco Sales, llegó el momento cumbre de la noche. La invitación sorpresa al escenario del guitarrista malagueño Daniel Casares. Juntos nos regalaron dos lágrimas bellísimas. La primera, Lágrima, una baladita lusa preciosa de Amália Rodrigues. La segunda lágrima era cubana. Se intuía que había llegado a Cuca a través de la unión de El Cigala y Bebo Valdés. De hecho, cantó los remates que el cantaor metió en esta versión gitana y mestiza, que no aparecen en otras grabaciones. Las gitanas lavando en el Guadalquivir, los niños viendo los barcos pasar, el agua del limonero y el pañuelo de blanco y oro.
Las Lágrimas Negras de Cuca Roseta y Daniel Casares, que animó a compartirlas al guitarrista portugués, fueron uno de esos instantes eternos en los que la música logra parar el tiempo y nace ese algo indescriptible que Lorca llamó el duende, Duke Ellington el swing y Picasso inspiración. Nació esa magia imprecisa que a veces nace cuando la canción está apenas ensayada, sujeta mínimamente por pinzas, cuando se saca adelante con más corazón que con rutina. Con tripas e intuición. Esa que sólo se puede encontrar sin buscarla. Libre e improvisada en el salto sin red, alargando la mano en la oscuridad para encontrar el siguiente compás. Es más bella toda esa imprecisión que la pulcritud más académica. La guitarra flamenca de Casares y los melismas de la portuguesa, evidentemente más cercanos al lamento de un fado que a un quejío, se mezclaron en una unión prometedora que ojalá tenga continuidad. El acento lisboeta y esa versión portuguesa del quejío, tan suave, tan especial, impregnaron estas lágrimas tan versionadas de una nueva personalidad muy interesante. Exótica y delicada. Un bolero universal con guitarra flamenca y aura de fado que fue el pico más alto de esta Noche Icónica de mayo que convirtió la librería del Colón en la tabernita de un pueblo costero del país vecino.
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