Hubo un momento del mundo en el que eso que conocemos como Occidente (y nos afanamos por ponerle la mayúscula) se dio cuenta de dos cosas. La primera fue que el aceite de ballena era la literal condensación del progreso: esa sustancia que salía de la cabeza del cachalote servía para alumbrar una ciudad como Londres o lubricar el mecanismo de todos los relojes del mundo. La segunda fue que el futuro le pertenecía al aire: la aeronáutica era la nueva magia que había que hacer funcionar para las naciones. Si juntamos esas dos cosas tenemos dos libros espléndidos: Leviatán o la ballena de Philip Hoare (Ático de los libros) y Momentos de vida de Julian Barnes (Anagrama). ¿Y por qué juntarlos? Por el barco ballenero y el globo: dos objetos que sólo nos han servido para trasladar nuestra maldad a otras alturas, a otras profundidades. Hoare habla del primero y cuenta en su libro la historia de la caza de las ballenas, la obsesión que ha tenido el hombre por estos animales, y revela eso que en el fondo intuíamos: lo poco o nada que sabemos sobre estas criaturas, lo pequeño y apretado que nos queda ese vestido llamado ciencia. Barnes habla de la segunda cosa, del globo aerostático que doscientas mil personas alguna vez vieron despegar de París, con unos tripulantes que soñaban con llegar al otro lado del Canal de la Mancha pero que no tenían cómo dirigirlo: una vez arriba todo dependía del viento y sus caprichos, como el barco que queda a la deriva buscando a la ballena blanca. Es de nuevo el recordatorio de John Gray: el progreso es la gran marcha en la que la humanidad quiere estar, pero de la que sabe que no va a ninguna parte. La misma sociedad que terminó inventando una máquina de vuelo más pesada que el aire, es la misma que llevó a las ballenas a su inminente desaparición.
Y que no suene como una simple apología, porque así como Thoreau habla de los pájaros y de los árboles, Hoare hace lo mismo con las ballenas, el mar y Herman Melville. Sí: Leviatán es también un homenaje a Moby Dick, es tal vez la única razón por la que Hoare decidió escribirlo. El autor investiga y descubre -o por lo menos lo convence a uno- que el cachalote conocido como Moby Dick sí existió y su esqueleto está exhibido en un museo de Hull, Inglaterra; que gracias a su amigo Nathaniel Hawthorne, Melville supo que el novelón que estaba tramando iba a ser algo más que un ejercicio de propaganda de la flota ballenera norteamericana, y terminaría convirtiéndose en "una advertencia a toda la humanidad sobre su propia maldad": Melville le debe a Hawthorne su metafísica.
Para Barnes la altura es un problema moral: el globo es "la versión celestial de lo bucólico"; para Hoare la navegación ballenera produce náuseas: "En 1910, se cazaron 1.303 rorcuales y 43 cachalotes; en 1958 el total para cada especie fue de 32.587 y 21.846 respectivamente. [...] Aquel año de 1965 la masacre alcanzó su máximo histórico: murieron 72.471 ballenas". Nadie escapa, excepto en sueños, escribió Auden.
Barnes cuenta que el primer hombre que montó y subió al cielo en globo comentó después que su "reacción no fue de placer, sino de felicidad". "Fue un sentimiento moral, añadió. Me oía vivir, por decirlo así". Me oía vivir: eso es exactamente lo que pasa debajo del agua cuando se oye el canto de las ballenas, la vida es un sonido que vibra y lo atraviesa todo. Y que se recuerda para siempre. "Para siempre y unos segundos", completa Hoare.