Justo antes de llegar a la tienda para comprar sus cubitos Maggi, se queda mirando a los que toman cerveza en la cafetería. Cada lata de esa refrescante bebida equivale a dos jornadas de trabajo. Sin embargo el lugar esta lleno, abarrotado de parejas o grupos de hombres que hablan alto, beben, degustan algún entremés. Es la otra Cuba, con moneda fuerte, con parientes en el extranjero, con empresas por cuenta propia o alguna entrada económica ilícita. El abismo entre ambas es tal, el divorcio tan mayúsculo que parecen discurrir sin tocarse. Tienen miedos propios, sueños diferentes.
Cuando esta semana se anunció el principio de un cronograma para erradicar la dualidad monetaria, los dos países que convergen en esta Isla reaccionaron de forma diferente. La Cuba que sólo vive de sus mísero salario sintió que al fin se le empezaba a poner fecha final a una injusticia. Son aquellos que no pueden siquiera imprimir una foto del día de su cumpleaños, costearse un taxi colectivo ni imaginarse viajando a ningún lado. Para ellos, todo proceso de unificación de las monedas sólo entraña esperanzas, pues ya no podrían estar peor que ahora. El otro país en pesos convertibles recibió la noticia con mayor cautela. ¿A cuánto quedará la relación cambiaria con el dólar o el euro? ¿Cuánto se devaluará el poder adquisitivo de los que hoy viven mejor?… pensó con pragmatismo.
En una sociedad donde los abismos sociales son cada vez más insondables y las desigualdades económicas se acrecientan, ninguna medida ayuda a todos, ninguna flexibilización le haca la vida mejor a cada cual. Veinte años de esquizofrenia monetaria han creado también dos hemisferios, dos mundos. Habrá que ver si un simple cambio de billetes podrá aproximar esos dos países que están incluidos en nuestra realidad, acercar esas dos dimensiones. Lograr que la señora que come -casi siempre- arroz con cuadrito de sopa, pueda un día sentarse en la cafetería y pedir una cerveza.
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