Revista Cultura y Ocio

Dos mujeres (xix)

Por Tula @LaDivinaTula

Amémonos en silencio, lejos de la maledicencia.

Catalina, condesa de S.***.

-¡Celos!... ¡Sí, los tengo, los tendré sin duda! Celos de tu talento, de tu hermosura, de esa felicidad que no me debes a mí. Celos tengo sí, hasta del viento que agita tus cabellos, hasta del objeto inanimado en que fijes casualmente los ojos. Pero no es eso lo que me martiriza, lo que me hace aborrecer a los hombres y desear arrancarte de una sociedad que maldigo.

-¡Habla! ¡Habla, pues! -exclamó ella, extendiendo hacia él los brazos en ademán de súplica.

-Pues bien, renunciémosle para siempre.

Desde aquel día cesaron las reuniones en casa de la condesa. Su sociedad quedó reducida a un corto número de amigos, y ella y su amante estaban solos la mayor parte del día. Aquella nueva situación les encantaba en un principio. ¡Cuán largas e íntimas conversaciones!, ¡cuántas horas de deliciosa soledad! Eran el uno para el otro únicamente. No tenían un pensamiento que no fuera común. Adquirían aquella dulce confianza, que es el lazo más fuerte del amor, cuando no le asesina. Aquella costumbre de verse, de decírselo todo, que a veces sobrevive al amor, y que cuando se pierde deja un vacío más grande en el corazón que el del amor mismo.

Para Carlos era nueva aquella situación. Con la dulce y sencilla Luisa la vida íntima tenía más suavidad que encantos.

Y, sin embargo, engañábale su modestia. La condesa se apasionaba más y más cada día, y el exceso de su amor la espantaba. Carlos era un hombre que no se parecía a ninguno de cuantos la habían amado. No era ciertamente a los de corazón desgastado y teorías mezquinas, a quienes podía pedirles la pasión ardiente y entusiasta de aquella joven alma; ni tampoco había ninguna semejanza entre los insulsos galanteos de los héroes de salón y aquel homenaje continuo, aunque a veces silencioso, de un amor reprimido abundan.

No era ciertamente Carlos uno de tantos fatuos que abundan en todas partes, siempre gloriosos y confiados, ansiosos de triunfos de galanteos como único lauro a que pueden aspirar, ni era del número de aquellos enamorados infelices que se cuidan más de ostentarse amantes que amables, y que fastidian demasiado al presentarse para que sea posible sufrirles hasta que puedan darse a conocer.

Siempre sincero y digno, ora cediendo al sentimiento que le dominaba, ora combatiéndole con todo el poder de su razón, Carlos, sin estudio, era lo que debía ser para cautivar a la condesa.

DOS MUJERES (XIX)



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