Revista Cultura y Ocio
Dos palabras me arrancaron de un reino de silencio y sombras. Era consciente del tacto sobre mi mano pétrea, como si un ejército de hormigas “trafagosas” la recorriera viajando en fila india hacia mis dedos entumecidos.
El aire rancio de la caverna transportaba vocablos abstrusos que sonaban como gruñidos guturales producidos por monstruos escondidos.
La música risueña de un acordeón buscaba la vereda hacia mi corazón a través de mis oídos sellados. Recuerdo con congoja el frío desalmado, que dejó mi cuerpo y mi alma yertos, a expensas de la vileza de un implacable aterimiento.
La caverna era infinita y lóbrega, y sólo me acompañaba en mi errabundo peregrinaje a ciegas el rumor de dos palabras, que para mí eran como el tronido de un arroyo subterráneo que me conduciría hasta la prístina luz de un nuevo renacer.
Dos palabras pletóricas de afecto y emoción me arrastraron hasta la ribera de un estuario, donde vino a recibirme una coral de ángeles cantores que decoraban mi nombre con gran alharaca y celebración.
La luz me cegaba con un claror desconocido, y los gruñidos de las bestias que me retenían al otro lado de la oscuridad cayeron en un pozo de abismal hondura. En ese preciso instante comprendí que estaba vivo, y como un náufrago renacido me sumergí en un manto de abrazos y besos, mientras mis oídos se emborrachaban de un mantra salmódico cuyo proverbio contenía tan sólo dos palabras: TE QUIERO.