Mario Vargas Llosa es uno de los escritores que admiro por su talento, inteligencia, y claridad en sus novelas, él alienta el clima estrepitoso de la eventualidad, donde lo enérgico incinera, arde y es fugaz. Hay escrituras adictivas, en donde lees una sola línea y ya estás enganchado, esto me pasa con las novelas de Vargas Llosa en donde con unas pocas palabras me coloca en la expectativa de estar en el comienzo de una revelación en donde me demuestra que “leer, nos transforma.”
Al leer a MVLL todo lo que me rodea huye y la página, mis ojos, mi cerebro ya pertenecen al libro. La última cosa suya que aún está en mi mente es el ordenado y entrañable Felícito Yanaqué, en donde la imagen de Sudamérica ya vive en la historia de la literatura contemporánea.
A veces tomo de mi librero el ejemplar de Conversación en la catedral y, sin interesarme ya desmedidamente cuándo se jodió el Perú, vuelvo a sentir esa malicia narrativa de Vargas Llosa.Y los invito a que lean Conversación en la Catedral, porque es un modelo de cómo se logra plasmar bien un relato. Lo encontré en una época de atractivos literarios confusos. La ciudad y los perros, me mostró que el realismo también tiene mil defectos. ¡Qué grandiosa novela! Fue la primera que leí de él y me parece un escritor excepcional. Y desde entonces lo disfruto.
¿Por qué leo a Vargas Llosa? porque más allá de su intrepidez; de su ganas de meter el dedo en la llaga; de su lenguaje extraordinario y fantasioso; de sus novelas imaginadas. Más allá de que me ha quitado horas de sueño. Considero que en cuanto a la literatura en español, es el mejor escritor vivo que hay. Leer a Vargas Llosa me produce placer.
Por otra parte es inspirador leer sus ensayos políticos y sociales para poder discrepar y sus ensayos literarios para aplaudir a este gran escritor.
Les dejo dos prólogos necesarios que me han gustado de dos de mis libros favoritos de este autor.
La ciudad y los perros Comencé a escribir La ciudad y los perros en el otoño de 1958, en Madrid, en una tasca de Menéndez y Pelayo llamada El Jute, que miraba al parque del Retiro, y la terminé en el invierno de 1961, en una buhardilla de París. Para inventar su historia, debí primero ser, de niño, algo de Alberto y del Jaguar, del serrano Cava y del Esclavo, cadete del Colegio Militar Leoncio Prado, miraflorino del Barrio Alegre y vecino de La Perla, en el Callao; y, de adolescente, haber leído muchos libros de aventuras, creído en la tesis de Sartre sobre la literatura comprometida, devorado las novelas de Malraux y admirado sin límites a los novelistas norteamericanos de la generación perdida, a todos, pero, más que a todos, a Faulkner. Con esas cosas está amasado el barro de mi primera novela, más algo de fantasía, ilusiones juveniles y disciplina flaubertiana.El manuscrito estuvo rodando como un alma en pena de editorial en editorial hasta llegar, gracias a mi amigo el hispanista francés Claude Couffon, a las manos barcelonesas de Carlos Barral, que dirigía Seix Barral. Él lo hizo premiar con el Biblioteca Breve, conspiró para que la novela sorteara la censura franquista, la promovió y consiguió que se tradujera a muchas lenguas. Éste es el libro que más sorpresas me ha deparado y gracias al cual comencé a sentir que se hacía realidad el sueño que alentaba desde el pantalón corto: llegar a ser algún día escritor.— Fuschl, agosto de 1997
Conversación en la catedral
Ese clima de cinismo, apatía, resignación y podredumbre moral del Perú del ochenio, fue la materia prima de esta novela, que recrea, con las libertades que son privilegio de la ficción, la historia política y social de aquellos años sombríos. La empecé a escribir, diez años después de padecerlos, en París, mientras leía a Tolstoi, Balzac, Flaubert y me ganaba la vida como periodista, y la continué en Lima, en las nieves de Pullman (Washington), en una callecita en forma de medialuna del Valle del Canguro, en Londres —entre clases de literatura en el Queen Mary’s College y el King’s College—, y la terminé en Puerto Rico, en 1969, luego de rehacerla varias veces. Ninguna otra novela me ha dado tanto trabajo; por eso, si tuviera que salvar del fuego una sola de las que he escrito, salvaría ésta. –— Londres, junio de 1998