Revista Regiones del Mundo

Dos verdades sobre Kosovo (recuerdos, verano 2006)

Por Moncho Satoló

[Este texto fue escrito en 2006, durante la visita de una semana que realicé a Kosovo, y aunque desde entonces muchas cosas han cambiado, he considerado pertinente no actualizar el artículo original.

Entre dichas novedades, destaca la declaración unilateral de independencia por parte del Gobierno de Pristina, el 17 de febrero de 2008 (sin el respaldo de la ONU), y el reconocimiento inmediato de algunas de las naciones más importantes del Mundo: Estados Unidos, Reino Unido, Francia... Hasta un total de 65. El Gobierno español, sin embargo, dijo "no", temeroso de que este hecho sentase precedente y que algunas regiones peninsulares siguiesen su camino].

Kosovo (en rojo: mayoría albana, azul: mayoría serbia) / BBC News

Kosovo (en rojo: mayoría albana, azul: mayoría serbia) / BBC News

 Prístina: mayoría albanesa * Gracanica: mayoría serbia. Dos mundos diferentes en un mismo lugar: Kosovo

‘Balcanes’, palabra formada por las turcas ‘Bal’, que significa ‘sangre’ y ‘kan’, ‘miel’. Podríamos decir que nos hallamos en una época de ‘miel’, pero también podría ser al revés.

Llegué a Prístina, la capital de Kosovo, en un destartalado autobús al que había subido horas antes en Skopje, capital de la vecina Macedonia. Sin aire acondicionado, el calor durante el viaje resultó asfixiante, incrementado por la imposibilidad de abrir las ventanillas al haber niños pequeños entre nosotros. Según una vieja superstición generalizada en toda la ex –Yugoslavia, estos niños podrían enfermar de gravedad si el aire les diese directamente en la cara. Y a mi lado, Lorik, un joven estudiante kosovar que, tras intercambiar un par de palabras con él, me invitó entusiasmado a que me alojara en su casa durante los días que permaneciese en la ciudad. Acepté encantado.

Prístina, capital de Kosovo / USA Today

Prístina, capital de Kosovo / USA Today

Plaza céntrica en Prístina / The Age

Plaza céntrica en Prístina / The Age

Prístina recuerda a la Saigón de las películas de la guerra de Vietnam, plagada de tropas extranjeras, donde todo el mundo habla o se defiende en inglés y el dinero lo portan los de fuera. Después de que la OTAN, empujada por la iniciativa del ex –presidente estadounidense Bill Clinton, bombardease Serbia en 1999 para evitar que las tropas de Slobodan Milosevic exterminasen a la mayoría albanesa de Kosovo, esta región del sur de Serbia y del tamaño de Asturias, habitada por casi dos millones de albanokosovares (el 90% de la población) y 100.000 serbios, que se concentran en el norte de la región es, desde aquel mismo año, un protectorado de las Naciones Unidas y, presumiblemente, pronto se le concederá algún tipo de independencia condicionada si Rusia no se opone, como dijo que haría, con su derecho a veto en la ONU. Los vehículos con las siglas KFOR (tropas especiales de la OTAN desplegadas en Kosovo) y UN (Naciones Unidas en inglés) sobresalen por su gran tamaño y modernidad entre los renqueantes, viejos y cansados coches de la población local.

La casa de Lorik, de una sola planta y con jardín, parecía un oasis entre los edificios del centro de Prístina. Musulmán no practicante, como gran parte de la clase media en la capital, me confesó que nunca había pisado una mezquita. Al entrar nos descalzamos. Su madre, una farmacéutica que regentaba una tienda de antigüedades, se hallaba ensimismada frente al televisor con la emisión de una telenovela hispanoamericana. Al verme se levantó. “Zdravo”, le dije (que significa ‘hola’ en gran parte de los países de la ex –Yugoslavia). Lorik me corrigió comprensivo: “No emplees esa palabra, es serbia. Aquí en Prístina hablamos en albanés y ‘hola’ se dice tung”. La madre sonrió y me dio la mano. Su aspecto resultaba completamente occidental: sin velo, rubia y de pelo corto y con una camisa de tirantes. Me animó a que me sentase con ella a ver la televisión. De repente pronunció las siguientes palabras en castellano: “Hola, mi amor”, un segundo después, un personaje del serial las repetía.

Avenida Bill Clinton en Prístina / Wikipedia

Avenida Bill Clinton en Prístina / Wikipedia

Además de la abrumadora presencia de soldados y diplomáticos extranjeros, lo que más llama la atención al caminar por las calles de Prístina es la omnipresente imagen de Bill Clinton en escaparates, portadas de revistas y, sobre todo, en la avenida que lleva su nombre y que se encuentra presidida por un inmenso cartel con su retrato. O, también impactante, es el contraste entre las edificaciones anteriores a la llegada de los fondos extranjeros: grises, monótonas, sin brillo; y las nuevas construcciones repletas de fuerza, modernidad e innovación, como varios edificios oficiales o la biblioteca principal, que con sus cúpulas luminosas y su envoltura metálica, parece más diseñada para una estación lunar, que para ocupar el centro del saber de la capital de Kosovo.

Biblioteca Nacional, Pristina / IGuide

Biblioteca Nacional, Pristina / IGuide

Si comparamos Prístina con otras poblaciones kosovares, sorprende observar la inexistencia de restos de la guerra, como podrían ser edificios en ruina o fachadas agujereadas por el impacto de balas u obuses. Arif Muharremi, un periodista local, me lo aclaró: “La ofensiva serbia no llegó a Prístina. Milosevic, en un intento de mantener una buena imagen de cara a la opinión pública internacional, optó por no bombardear la ciudad. Sin embargo, a pocos kilómetros de distancia, se libró una auténtica guerra. Yo acudí a cubrir el conflicto al frente, donde trabajé en muchas ocasiones con los dos periodistas muertos en Sierra Leona, Miguel Gil y Michael Stock. Sobre todo con este último, porque Miguel Gil era cámara de televisión y Stock escribía en prensa como yo. Oh, tenías que haberlo leído. Él era el que mejor narraba lo que realmente acontecía en la zona. Sí, en la capital no ocurría nada. Muchos días, cuando volvía del frente, observaba indignado cómo mis amigos se sentaban en las terrazas de los bares a tomar una cerveza como si nada estuviera ocurriendo. ‘¿Pero no os dais cuenta de que está muriendo gente muy cerca de aquí?’, les solía gritar indignado. A diferencia de los periodistas extranjeros, mis compañeros y yo no disponíamos de un coche blindado aunque sí, y como ellos, lo teníamos completamente forrado con la abreviatura ‘TV’. Un día caímos en un fuego cruzado. El coche no avanzaba y las balas impactaban contra el vehículo. Desesperado, me agaché con las manos sobre la cabeza mientras gritaba: ‘¡Larguémonos de aquí! ¡Arranca!’. El coche salió disparado. Ese fue la ocasión en la que más cerca estuve de la muerte”.

Dos verdades sobre Kosovo (recuerdos, verano 2006)

Guerra de Kosovo / Alexandra Boulat para National Geographic

Guerra de Kosovo / Alexandra Boulat para National Geographic

En comparación con el día, la noche tiene una magia especial en Prístina. La tierra árida, las paredes blancas oscurecidas por la polución y el ajetreo incesante de una población que lucha por sobrevivir; tornan con la oscuridad en coloridas luces de neón, locales nocturnos repletos de glamour y abiertos con la llegada del capital extranjero y el sagrado acto social de compartir unas copas con los amigos. Lorik, como buen anfitrión, me llevó por algunos de, a su juicio, más emblemáticos bares, pubs y discotecas de la ciudad. En todos lados conocía a alguien y siempre había gente que se unía a nosotros. En una de esas salidas terminamos en un club de jazz inaugurado pocos días antes (luces tenues, elegante y en el que se escuchaba sobre todo jazz vocal: Ella Fitzjerald, Billie Holiday o Nina Simone), y allí nos encontramos con la mejor amiga de Lorik, Agnes, una profesora de interpretación de treinta años, fuerte carácter y atractiva, y con dos compañeras de trabajo de ésta: Buci, cercana a los cuarenta, hermosa, de pelo pelirrojo, largo y liso y voz melodiosa; y Hermina, una señora que parecía a punto de jubilarse, con unos kilos de más y cierto aire antipático.

Hermina sacó el tema de la política: “¿Qué pasa con el País Vasco? ¿Están en nuestra misma situación? ¿Por qué no les dais la independencia?”. Le expliqué que la situación en el País Vasco era muy diferente a la de Kosovo y que sólo un pequeño número de personas deseaba la independencia. Además, en lo que se refería al apoyo a ETA, el porcentaje era todavía menor. “¿Y qué opina tu presidente sobre Kosovo? Seguro que no nos tiene mucha estima”, prosiguió. Con una mentira piadosa, le dije que, debido al cariño generalizado que se le suele procesar al más pequeño, España tenía un gran aprecio a Kosovo, incluido Zapatero (algo que chocaba con la realidad, porque España era uno de los países de la UE que se oponía a su independencia debido a las consecuencias que ese antecedente podía provocar en lo que se refiere a ciertas reclamaciones de algunos sectores del País Vasco o Cataluña). Agnes añadió: “Yo, si te digo la verdad, la política no me importa y lo única que quiero es trabajar tranquila y que me dejen en paz”. Buci, sin embargo, comentó con cierto tono nostálgico: “Pues yo recuerdo con enorme cariño la época en la que todos formábamos parte de Yugoslavia. Yo estaba en Londres cuando Tito murió (pasó allí 12 años) y lloré mucho. Cuando éramos Yugoslavia la gente nos tenía en cuenta y podíamos viajar sin problemas. Sin embargo ahora el desplazarse a otro país resulta casi imposible”.

Gracanica

Para mí, por suerte, la situación es muy diferente y, tras cinco días en Prístina, y con mi pasaporte de la UE a buen recaudo, me desplacé hasta la estación central de autobuses para dirigirme a Belgrado. Se suponía, como me había dicho Lorik, que a las 11 de la mañana debería coger el único autobús directo hasta la capital Serbia. Pero cuando fui a comprar el billete: “Lo siento, ese es el horario de todos los días excepto los sábados. Hoy sale a las 23 horas”, me dijo un hombre desde un diminuto despacho. Sin embargo, cabía la posibilidad de coger un taxi hasta la localidad de mayoría serbia más cercana y, desde allí, montarme en uno de los minibuses que conectan con mayor periodicidad con Belgrado. Así que, después de 8 euros en taxi, llegué a Gracanica.

Muralla alrededor del Monasterio de Gracanica / Life

Muralla alrededor del Monasterio de Gracanica / Life

Se trataba de un pueblo de pequeñas casas, todas ellas bastante recientes, que parecía haber surgido a lo largo de la carretera principal. Su mayor tesoro: un monasterio ortodoxo declarado patrimonio de la humanidad por la UNESCO que, ignorante de mí, en un primer momento confundí con una base militar debido al inmenso número de uniformados de la ONU que lo custodiaban. Lugares como éste son una de las principales razones por las que los serbios se niegan a abandonar la región, alegando que, con su marcha, todas las iglesias y monasterios ortodoxos serán destruidos.

Monasterio de Gracanica / Kosovo.net

Monasterio de Gracanica / Kosovo.net

Más signos que indicaban que me hallaba en una zona pro- Serbia eran, por ejemplo, que los euros ya no me servían y debía utilizar dinares; que el idioma empleado era el serbio o que el viejo tópico que dice que los albanokosovares tratan muy bien a los extranjeros para así lograr el apoyo internacional en sus ansias de independencia mientras que, por el contrario, los serbios desconfían de éstos porque consideran que siempre se oponen a sus intereses parecía, por lo menos en un primer momento, cierto.

Cuando el taxi se alejó, pregunté a un joven si sabía dónde se hallaba la parada de los minibuses hacia Belgrado. Negó con lo cabeza con aire pensativo. Me extrañó, porque pensé que en un lugar tan pequeño todo el mundo debería conocer ese tipo de cosas, pero no le di mayor importancia y pregunté a otra persona. Nada, ni las clientas de un supermercado, ni los hombres que se encontraban en una taberna, ni el dependiente de una tienda de verduras. Nadie sabía dónde estaba, hasta que, y sin apenas esperanzas, le pregunté a un hombre que regentaba un establecimiento de comida rápida: “Sí, claro –me respondió- es justo ahí en frente”. No me lo podía creer, le di las gracias, y me dirigí al lugar. Efectivamente, en un par de horas saldría el próximo minibús hacia Belgrado.

Como disponía de tiempo decidí pasear un poco por el pueblo y luego, en señal de agradecimiento, comer algo en el local del señor que me había indicado la parada. Al entrar me dijo: “¿Encontraste lo que buscabas?”. “Oh, sí –le respondí-, muchas gracias. Bueno que me encontré con usted, porque pregunté a todo el mundo y nadie sabía dónde estaba”. “¿Y tú crees que eso era verdad?”, añadió con una sonrisa irónica entre los labios. “¿Cómo?”, le dije. “¿No ves que en este pueblo tan pequeño todo el mundo conoce la parada? Lo que sucede es que como eres extranjero nadie te lo quería decir. Piensan que eres un espía o algo así. Hace unos meses, por ejemplo, una mujer nepalí de las Naciones Unidas llegó desesperada preguntándome lo mismo, porque debía coger un avión desde Belgrado hasta su país. Cuando le dije, para su asombro, que estaba justo en frente, no se lo podía creer; me dio mil veces las gracias”. Este hombre, al que no llegué a preguntar su nombre, era de Prístina, albanokosovar y soñaba con poder marcharse algún día a trabajar a Alemania, España o Italia. No podía continuar en una región (refiriéndose a los Balcanes) donde, según él, “todo el mundo está loco”. Preguntado por el motivo, respondió: “¿Pero no ves que siempre estamos en guerra?”.

Vida en Gracanica / Life

La pro-Serbia Gracanica / Life

La pro-Serbia Gracanica / Life

El minibús, con sus catorce plazas ocupadas, partió con treinta minutos de retraso. Del retrovisor colgaba una cruz ortodoxa. Agotado, dormí hasta llegar a la frontera que separa Kosovo con el resto de Serbia, donde entregamos los pasaportes. Para mi sorpresa: “Visado, visado, ¿dónde visado?”, me dijo el policía de aduana. Mezclaba serbio con inglés y no lograba entender lo que me decía. Una mujer de mediana edad, pálida y delgada, profesora de inglés en un instituto, salió en mi ayuda: “El guardia dice que sin visado no puedes pasar y que debes volver hasta Macedonia para así poder entrar en Serbia sin pasar por Kosovo”. “Pero si según mi embajada en Belgrado no necesito ningún tipo de visado para atravesar Kosovo”, le dije. Ella trató de explicárselo al guardia, además de rogarle que por favor me dejase pasar y, tras unos minutos, la mujer me dijo: “Dice que te deja pasar pero que, de todos modos, el guardia serbio te dirá lo mismo que él y te mandará volver. Tienes dos opciones: una que pruebes suerte y nos acompañes hasta el otro puesto de aduanas y la otra es que regreses. Puedes coger ese otro autobús que va en dirección contraria. Si no lo coges, no sé hasta cuando tendrás que esperar a que aparezca otro”. Y, tras un pequeño debate con el resto de tripulantes, optamos por la primera.

Todos estaban volcados en mi causa. Salían propuestas de todo tipo, desde esconder mi pasaporte, hasta intentar cruzar a pie por un puente situado a pocos kilómetros de allí. Como me señalaban: “Hay dos puentes muy cerca el uno del otro. Uno está muy vigilado pero el otro lo podrías atravesar fácilmente”. Con pena, sentía cómo en multitud de ocasiones mi problema había sido el suyo. Y llegó el momento de la revisión de pasaportes. El silencio se apoderó del vehículo. Y, cuando el policía nos los devolvió sin decir nada y descubrieron que entre ellos se encontraba el mío, se produjo una explosión de júbilo: todos comenzaron a aplaudir, a darme la mano y a felicitarme. Me emocioné, su alegría no era fingida.

Frontera Kosovo-Serbia / The Velvet Rocket

Frontera Kosovo-Serbia / The Velvet Rocket

El resto del camino transcurrió tranquilo. En la parada obligatoria para descansar, la mujer que había hecho de mediadora me invitó a sentarme con ella en un bar para tomar algo. Acepté agradecido, y comenzó a hablarme de su vida: casada y con un hijo, iba hasta Belgrado porque tenía que recoger unos análisis en el hospital. Se encontraba mal, me comentaba, y desconocía el motivo. También hablamos de política. Muy triste, me dijo: “Si Kosovo obtiene la independencia, todos los serbios que vivimos en la zona nos tendremos que marchar. ¿Pero cómo vamos a hacer eso? Todo lo que tengo está ahí. Mi familia ha vivido en Kosovo por generaciones y mis padres se hallan enterrados en el cementerio del pueblo. No, yo nunca me iré. Antes me mato, lo juro”. Volvimos a la carretera.

Unas pocas horas después, con la noche sobre nosotros, llegamos a Belgrado.


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