Revista Sociedad
Hace un momento mentí, cuando dije que fui un mal funcionario. Y mentí por malicia. Me divertía a costa de los peticionantes y de ese oficial, pero en el fondo nunca pude ser malo. Conocía los numerosos elementos que había en mí, y que eran lo contrario de la maldad. Sentía que bullían en mí desde toda la vida, que trataban de salir a la superficie, pero yo les impedía hacerlo. Me atormentaban, me provocaban vergüenza y convulsiones, y me tenían harto. ¡Ah, qué cansado estaba de ellos! -¿Les parece que estoy tratando de justificarme, de pedirles que me perdonen? No me cabe duda de que piensan eso... Bueno, créanme, no me importa que piensen así. No conseguía ser malo, pero tampoco amistoso, ni infame, ni honrado, ni un héroe, ni un insecto. Y ahora vivo mi vida en un rincón, trato de consolarme con la estúpida, inútil excusa de que un hombre inteligente no puede convertirse en nada, de que sólo un tonto puede hacer consigo lo que quiera. Es verdad que un hombre inteligente del siglo XIX tiene que ser una criatura invertebrada, en tanto que un hombre de carácter, el hombre de acción, es, en la mayoría de los casos, una persona de inteligencia limitada. Esta es mi convicción a los cuarenta años de edad. Ahora tengo cuarenta, y cuarenta años esto da una vida; cuarenta años es la vejez. ¡Es indecente, vulgar e inmoral vivir más allá de los cuarenta! -¿Quién lo logra? Contéstenme con sinceridad. O déjenme que conteste yo: los tontos y los inútiles. Esto lo repetiré en la cara de cualquiera de esos venerables patriarcas, de todos esos respetables hombres canosos, para que lo escuche todo el mundo. Y tengo derecho a decirlo, porque yo viviré hasta los sesenta. ¡Hasta los setenta! ¡Llegaré a los ochenta. . .! Esperen, déjenme recobrar el aliento. . .
Dostoievski: memorias del subsuelo.