Revista Cine
José Andrés Dulce DURA LEX He aquí una de las injusticias de la historia del cine. Lev Kuleshov, considerado uno de los realizadores más influyentes de la Unión Soviética, pasa a la posteridad como impulsor de un experimento de montaje, el llamado “Efecto Kuleshov”, de enorme repercusión en el lenguaje fílmico y que contó entre sus seguidores con Alfred Hitchcock. Básicamente, Kuleshov demostró que el sentido dramático de un primer plano podía cambiar en contigüidad con otros, y que el rostro de un actor (el gran Iván Mozzhujin) ofrecía diferentes connotaciones si se lo relacionaba con imágenes de una taza de café, de una niña o de un cadáver. La importancia de estos y otros experimentos llevó a que Kuleshov fuera incluido junto a Eisenstein, Pudovkin, Vertov y Yutkevitch en el grupo de los teóricos soviéticos más influyentes, aunque en su expediente siempre pesó la destrucción de material de archivo en aras de sus trabajos de laboratorio. Durante décadas, las aportaciones realizadas por Kuleshov a la semiótica del nuevo lenguaje hicieron olvidar que ante todo era un cineasta, quizá el más inclasificable e individualista del régimen soviético. Una prueba se encuentra en su película más famosa, “Po zakonu”, también conocida como “Dura Lex”. Con una temeridad sólo comparable a su ingenio, el director desoyó las directrices oficiales y se dedicó a adaptar uno de los relatos de Jack London, “The unexpected”, ambientado en las heladas riberas del río Yukon. Allí va a parar un grupo de buscadores de oro compuesto por personas de distintas nacionalidades, entre ellos una inglesa, Edith (Aleksandra Khokhlova), casada con el sueco Hans (Sergei Komarov). La aparente armonía que reina entre ellos (Kuleshov los filma como si se tratara de una expedición científica, aplicada con humor a su tarea) se ve truncada cuando Michael Denning (Vladimir Fogel) pierde repentinamente el juicio y asesina a dos de sus compañeros. Lejos de la civilización, la pareja de supervivientes reduce al criminal, pero mientras Hans opta por matarlo su esposa invoca la Ley. De este modo, el asesino y sus guardianes se ven obligados a convivir durante el invierno en una exigua cabaña cercada por los hielos y la crecida. En vez de sumarse a la propaganda (salvo que se entienda por tal el cuadro de la Reina Victoria, colgado en la pared de la choza como símbolo de una cultura decadente y servil), Kuleshov dirige sus pasos en otra dirección, la más incierta y peligrosa de todas: el alma humana, acechada por el mal. Huelga decir que su guía en este viaje es un escritor que conocía el asunto de primera mano y que reflejó como pocos la devastación provocada por una violencia irracional, aliada en sus relatos con el frío, el hambre y el escorbuto. No sabemos si Kuleshov tuvo también en mente “Berg-Ejvind och hans hustru” de Sjöström y “Greed”, de Stroheim; o si le había dado tiempo a leer “L’or”, de Blaise Cendrars, publicada el año anterior. Lo que sí parece claro que en su odisea nórdica explora abismos que el cine soviético había evitado en favor de la exaltación de los mitos comunistas. Siempre interesado en la cultura norteamericana (O’Henry le sirvió luego de pretexto en “Veliky uteshitel”), Kuleshov se arriesgó a ser acusado de “desviación”, peligro que supo sortear gracias a sus buenas relaciones con la elite intelectual. Hay algo más. En “Dura Lex” no existe rastro de determinismo, conductismo o fatalismo; ninguna interpretación científica de los hechos. Kuleshov borra las huellas que conducen hasta la psicología de sus personajes, aislados en un enloquecedor confín. En ese precario edén, hombre y mujer asisten a la representación del crimen original, perpetrado no por un Caín celoso, sino por un animal reducido a su expresión más tosca e insensata, un ser primitivo que actúa sólo guiado por un impulso ciego, destructivo. Por otro lado, al diferir técnicamente el juicio del asesino, los jueces se ven obligados a vivir con él, convirtiéndose en los tutores de una criatura a la que acabarán sentenciando tras investirse rudimentariamente con los signos externos de la autoridad. Si Kuleshov era sobre todo un artista satírico (y hay está para demostrarlo “Neobychainye priklyucheniya mistera Vesta v strane bolshebikov”, rodada dos años antes), en “Dura Lex” la sátira se congela y adquiere un rictus macabro. Es más, la austeridad glacial de la película deviene un argumento de peso para que Kuleshov escape de una vez por todas a su fama de ingenioso truquista y manipulador de imágenes.
SIETE FORAJIDOS: SEVEN MEN FROM NOW
Antes que nadie fue André Bazin quien supo valorar la grandeza de este western, primero de los siete que el actor Randolph Scott rodó a las órdenes de Budd Boetticher, director que falleció en 2001 dejando tras de sí numerosos proyectos que nunca llegaron a realizarse (varios de ellos relacionados con el mundo taurino, su primera vocación).
Eso perdió el cine, porque dichos westerns y algunas películas negras – en especial, "The rise and fall of Legs Diamond (1960)" – demuestran que el largo ostracismo de Boetticher era un lujo que la cultura norteamericana no podía permitirse.
"Seven men from now" es la más telúrica de las obras que integran el ciclo Ranown, acrónimo que reúne a los productores Randolph Scott y Harry Joe Brown, si bien la película fue por financiada por Batjac, la compañía de John Wayne. El título alude a los siete bandidos que el ex marshall Ben Stride se dispone a matar para vengar la muerte de esposa, víctima del atraco a las oficinas del ferrocarril en Silver Springs.
Escrita por Burt Kennedy, la película contiene todos los elementos que la dupla Boetticher-Scott desarrollará en los títulos por venir. El más importante afecta a la personalidad del héroe, un hombre solitario, adusto, lacónico, que suele cargar con algún remordimiento y que resuelve las situaciones difíciles con un pragmatismo casi ascético.
Ningún protocolo informa acerca de su carácter. En la primera escena, Stride irrumpe en el refugio improvisado por dos jinetes que, aparentemente, hacen la misma ruta que él. De pronto, entre los anfitriones y el forastero se crea una rara tensión, espacial, verbal, anímica. Como no se le ha puesto en antecedentes, el espectador parte en desventaja: ignora quiénes son unos y otros, y asiste al duelo sin tiempo para tomar partido, formarse una opinión o posicionarse éticamente.
Iremos atando cabos a medida que Stride actúe (no para la cámara, ciertamente, sino para los otros personajes). Si no se reflejasen en el prójimo, los motivos del protagonista quedarían implícitos; colegiríamos que es hosco e insociable (es lo que se desprende de su relación inicial con los Greer, impresión apenas atenuada por la atracción que siente por la mujer, interpretada por la excelente Gail Russell) o moralmente ambiguo (tras su primer encuentro con el desalmado Bill Masters – un perfecto Lee Marvin –, cualquiera deduciría que hay una secreta afinidad entre ellos, como la hay entre los antagonistas de algunos westerns de Anthony Mann y John Sturges).
A su modo malévolo y brutal, Masters escarnece a Stride, situación que se repetirá con alguna variante en “The Tall T”, uno de los mejores títulos de la serie. Al igual que aquí, la mujer es un bien que debe ser defendido (con la inteligencia primero, con las armas si no queda otro remedio) y, como en “Buchanan rides alone”, “Ride lonesome” y “Comanche Station”, el personaje de Scott administra el uso de la fuerza para no malgastarla. En el desierto, la violencia es como el agua.
Siguiendo el mismo principio ahorrativo, Boetticher niega al espectador el esperado plano en que Stride desenfunda para liquidar al villano. Se nos muestra a Masters recibiendo el fatal balazo, en un contraplano cuya imagen causal es elidida y que, por ello, resulta inesperadamente dramático, sin que experimentemos triunfo o alivio por la extinción física del pistolero.
Con el paso del tiempo, los “westerns” de Boetticher irán tornándose cada vez más secos, más abstractos. Por contraste con ellos, “Seven men from now” es una película de sofisticada transparencia visual (gracias en parte a la fotografía de William Clothier), rica en hallazgos que pasan desapercibidos debido a la naturalidad de su mirada cinematográfica, también a la lograda interacción entre el actor y el relato, que se contagian mutuamente su parquedad. Uno de los mejores ejemplos se halla en el encuentro con los guerreros chiricahuas: éstos se materializan de forma horrible ante los viajeros; sin mediar palabra, Stride suelta uno de los caballos anticipando el prólogo de “Comanche Station” y, tras aceptar el obsequio, los indios y sus monturas se disuelven en el paisaje como si se los tragara una nube de polvo.