El dragón surge del sol, de las nubes de volcán de contornos incandescentes del ocaso, de los últimos rayos del incendio que se detiene justo antes de rozar el mar y de las líneas encendidas que el viento empuja a la tierra y aleja de las estrellas. El dragón se recoge en el último recoveco del cielo, apenas un fragmento apoyado en el océano, un refugio en llamas entre las nubes de fuego y el agua metálica que fraguará sus escamas.
El dragón se desvanece en el crepúsculo. Al llegar la noche se recoge en las profundidades. Desde la superficie se cuela el murmullo de las olas que le llaman, la claridad de la luna le reclama. El dragón abandona su lecho. La marea esboza un sendero hacia la playa, una estela de espuma de nácar y escamas de plata.
El dragón yace sobre la arena, sus placas cubiertas de luz helada. Envuelto en oscuridad y frío, sueña con el resplandor del sol. Buscará el calor perdido en el interior de las rocas. La criatura, nacida de la luz y el fuego, dormirá en la eternidad de las sombras sin despertar jamás.