Revista Cultura y Ocio
A Antonio, Auxy, María del Mar y Rafa, por los buenos años compartidos
Noches que se pasan sin dormir. No porque algo te acucie o te soliviante. Quizá sólo porque no hay mejor ocasión para hacer lo que no se podría hacer en ningún otro momento del día. Se trata, en el fondo, de ir a contramano. Me esmeré en ocupar esa vigilia feliz de las noches en vela con libros y con cine y con música. Siempre hay trabajos que hacer, novelas que acabar, poemas que traer al mundo, discos que volver a escuchar. Anoche fue una de esas gloriosas noches. Vi La naranja mecánica, la obra maestra de Kubrick. No sé cuántas veces la he visto. Recuerdo la primera con absoluta nitidez. Las primeras veces, en casi todos los órdenes de las vida, se guardan con un mimo con el que no se registran las demás. La de anoche fue una sesión nuevamente especial. Creí no haberla visto antes. La fascinación que ejerce en mí me hizo aceptar que algunos pasajes eran familiares e incluso era capaz de improvisar diálogos y recordar cuándo sonaba Beethoven o cuando nuestro muchacho hiperviolento era sometido a severas sesiones de limpieza mental. No me imagino viendo ciertas películas o leyendo ciertos libros si no es a esas horas de la noche. Que mi caótico modo de estudiar de antaño obtuviera premio y sacara notablemente mi carrera universitaria se debe al mágico concurso de las adorables e infinitas noches de desvelo en las que algunos amigos devorábamos los temarios temerariamente. No es ninguna estrategia que pueda venderse como idónea. De hecho no considero que sea la mejor de los posibles, pero funcionó conmigo y también con ellos. Éramos lo que quisimos ser cuando podíamos haber sido cualquier otra cosa. Lo de llevar un horario ortodoxo quedaba para los demás. En esa edad, en otras también, uno desea señalarse, hacer que lo suyo no se parezca en nada a lo ajeno. Escuchar a Billy Joel a las tres de la madrugada con una mesa llena de libros de pedagogía era un placer absoluto. Luego, una vez acabados los años de facultad y disuelto ese celestial grupo de estudio, proseguí trasnochando en casa a mi manera. Ahora, si rememoramos aquellos excesos, comprendemos que no hubiera habido otro modo de hacerlo. De vez en cuando, caigo en la cuenta de que el tiempo, cuando los demás duermen, discurre de otra manera. Es elástico, es dinámico, es hondo y es también enteramente tuyo. No hay propiedad de las horas más firme que las nocturnas. Nos pertenecen más que las diurnas. Sobre el día no hago ahora ninguna consideración. Saldría perdiendo, de hacerla en serio. Hay días que pesan terriblemente si nacen después de una noche de vigilia. Días largos de verdad. Días que amenazan con no concluir nunca. Lo malo es que cuando lo hacen, en cuanto la noche hace presencia y nos mira fijamente a los ojos, deseamos invitarla otra vez, tenerla a nuestro antojo, cortejarla como sabemos, meternos dentro de ella como si fuese la mujer que amamos y fecundarla o que nos fecunde. Es todo quizá un glorioso acto de amor. Anoche, ya digo, al acabar la historia de los drugos, la historia del anarquista, insubordinado e iconoclasta Alex, agradecí no haber perdido del todo estas buenas costumbres. Me pasarán factura, me dirán aquí estoy, has ido demasiado lejos, cuando les venga en gana, pero yo soy feliz con estos abusos. Feliz es poco.