Era una noche oscura y tormentosa. Y cómo llovía. A nuestro alrededor, los hombres del Comodoro aullaban de dolor y de furia como coyotes agonizantes. Con sus chaquetas, guardapolvos y sombreros trataban de protegerse de la lluvia, pero el agua siempre se abre paso, y el dolor que les producía les hacía caer del caballo y retorcerse por el suelo. Les crecieron las uñas y los colmillos, se les incendiaron los ojos, se transformaron en demonios terroríficos y trataron de atacarnos, pero el dolor y el agua los volvía torpes. Nosotros cuatro, Valdemar, Lobo Gris, Bonnechance y yo, hombro con hombro, aprovechando su mermada capacidad de reacción, disparábamos repetidamente y sin descanso sobre ellos, vaciando nuestros cargadores, cubriendo al compañero mientras recargaba los suyos. Mis balas de plomo bendecidas, con la cruz grabada, les causaban mucho daño, como las balas de Winchester de Bonnechance. Pero las balas de plata del Padre los fulminaban.
Lobo Gris no les disparaba balas, ni de plata ni de plomo, sino flechas de madera. El resultado era el mismo, porque el viejo indio tenía una puntería endiablada y siempre les acertaba en el corazón. Y, en cuanto la madera les atravesaba el corazón, morían de inmediato y para siempre. Cuando empezó a llover vi cómo el Comodoro se tiraba de su caballo al suelo, y al tocarlo, ya no era el Comodoro, sino un enorme lobo negro, el mismo que había visto la noche anterior, en territorio apache, rondando nuestro campamento. El lobo corrió a refugiarse en el interior del Saloon, seguido por el coyote tuerto, pues Betty la Roja también se había transformado para huir de la lluvia de agua bendita. Creo que el Padre Veracruz también los vio, como, probablemente, Lobo Gris y Bonnechance. Pero ninguno pudo ir tras él, porque la horda de demonios aullantes que nos atacaban nos tenían demasiado ocupados. Durante unos segundos que parecieron años, todo lo que hicimos era disparar y recargar, disparar y recargar, sin pausa ni respiro. Hasta que el último de nuestros enemigos cayó al suelo, inerte. Los cadáveres alfombraban la calle mayor a nuestro alrededor. Entonces, el Padre Veracruz cargó el tambor de su revólver de plata con las últimas balas que almacenaba en su canana, y corrió hacia el Saloon. Los demás le seguimos. En el interior no había nadie, salvo los cadáveres de los lugareños, tal como los habíamos dejado: ordenados en dos hileras, cubiertos con manteles de cuadros y con una estaca clavada en cada corazón. Pero el cristal de una de las ventanas estaba roto. Al otro lado del estrecho callejón se veía otra ventana rota, una de las del taller de Pompas Fúnebre.s —Huyó por ahí—dije, innecesariamente. —¿Qué hay allí?—preguntó el Padre Valdemar. —Ataúdes… herramientas de carpintería… es el taller del señor Joshua, el sepulturero—respondí. —¿Nada más? —Eeeh… el carro con que el señor Joshua transportaba los ataúdes. —¿Es un carro fúnebre, de esos cerrados? —No, Padre, es un carro normal y corriente, el viejo Joshua no tenía otra cosa… el ataúd lo solía cubrir con una lona embreada, nada más. —Una lona embreada es suficiente para resguardarse de la lluvia. Salimos del Saloon y entramos en el taller del sepulturero. Descubrimos que, en efecto, el carro no estaba. La puerta trasera, la que daba al campo abierto (y que el viejo Joshua empleaba para evitar deambular por la calle mayor, pues a nadie le gustaba ver su carro por la calle mayor, estuviera lleno o vacío) estaba abierta, señal de que el Comodoro, y probablemente también Betty la Roja, habían huido por ahí. Lo confirmaban las huellas dejadas por las ruedas del carro en la tierra recién mojada: dos pares de largos surcos que empezaban a encharcarse. —Por allí debe estar el rancho del Comodoro ¿Verdad, chico?—preguntó el Padre Valdemar, señalando en la dirección en que se alejaban las huellas de las ruedas del carro. —Exactamente, Padre. Era difícil ver en la lejanía, a causa de la oscuridad y de la espesa cortina de agua de lluvia, pero no se veía ningún carro. Debía estar demasiado lejos ya. —¿Vamos tras él? —afirmó, más que preguntó, Bonnechance. —Aún no. Hay tiempo, sabemos dónde está y de ahí no se va a mover. Además, no pienso atacarle en su lugar de poder en plena noche—respondió el Padre. —Se ha quedado sin hombres. —Sigue siendo peligroso. Además, según tengo entendido cuenta con un contingente de guerreros perro. —¿Tiene a su servicio guerreros cheyenes? —Cheyenes proscritos. Renegados. Pero humanos. Y, por lo tanto, no sujetos por las debilidades de los demonios no muertos. Volvimos a la calle mayor. Siguiendo las instrucciones del Padre, amontonamos los cuerpos, los decapitamos y colocamos las cabezas formando una pirámide, a la entrada del pueblo. Si desagradable había sido tener que disponer de los cadáveres de los lugareños, más desagradable aún fue tener que hacerlo de sus asesinos. Pues el agua bendita había quemado su carne como si fuera ácido, y por esa causa, y porque habían muerto con los dientes crecidos y los ojos llameantes, las cabezas tenían un aspecto horrendo, monstruoso. El Padre dijo que lo más seguro sería quemar los cuerpos, pero como seguía lloviendo no podíamos hacerlo. Así que los cubrimos con cal viva. En el almacén de Müller había varios sacos, que resultaron suficientes para la tarea. Al contacto con el agua de lluvia, la capa de cal con que cubrimos los cuerpos empezó a humear y a calentarse, quemando así los cuerpos. —¿Y las cabezas?—Preguntó Bonnechance. —Las dejaremos ahí como recordatorio. Y como aviso. Y ahora,vamos a comer algo y a descansar. Mañana nos pondremos en camino hacia el Rancho de Bran. Y acabaremos con esta pesadilla de una vez por todas. Próximo capítulo: