Revista Educación

Dulce fábula costumbrista de extrarradio

Por Siempreenmedio @Siempreblog
Dulce fábula costumbrista de extrarradio

He trazado un maléfico plan para deshacerme de uno de mis vecinos. De ese que vive pared con pared y que se pega el día y la noche jugando al baloncesto desde que se decretó el estado de alarma. Ha llegado el momento.

Pero hablemos de la comuna que tengo en el edificio de enfrente.

La única en España que no se ha enterado de la cancelación del Festival de Eurovisión es mi vecina la hippie. Ella forma parte de la comuna y también de esa estirpe de señoras venidas arriba que aprovecha cualquier momento para demostrar que lo suyo es el cante, y que no importa que una se desfogue en el Madison Square Garden o en una murga femenina en los carnavales de Santa Cruz de Tenerife: Lo principal es que el público disfrute de su arte. Porque ella lo tiene.

Y ahí que se coloca ella cada día desde hace ya varias semanas. Haga frío o calor, llueva o nieve, mi vecina está colocada minutos antes de la hora señalada, que en Canarias son las 19:00 horas, para escuchar esa especie de cohete que se eleva a las estrellas desde no se sabe dónde y, a modo de solemne chupinazo, nos hace saber que es momento de dejarnos las manos aplaudiendo a los sectores que más se están entregando por nosotros en este tiempo.

Cuando ya considera que se ha dejado los callos de las manos y percibe que ha aplaudido lo suficiente desde la azotea de su casa, que diviso a la perfección desde mi balcón, y que es perfectamente reconocible por tener una especie de molinillo de viento en la esquina, mi vecina la hippie se prepara para su momento estelar. Se agarra con las uñas a alguno de sus cinco compañeritos de cautiverio en comuna y se arranca a entonar el "saber que se puede querer que se pueda, quitarse los miedos sacarlos afuera".

Avanzada la canción, mi vecina la hippie, cada vez más segura de sí misma, presa de la emoción del momento, mueve la cabeza pa un lado de manera que las morenas rastas casi rozan el suelo, y le hace la segunda voz al grupo, dejando bien claro que ella como mínimo ha estado en segunda línea de la murga Las Zorroklocas. De fondo, su primo, marido, novio, hermano, tiende unos gayumbos ciertamente algo desvarados y descoloridos, ajeno a la estampa musical.

Es el momento de decirle a la vecina del balcón de al lado: Oye, ¿tú juegas al baloncesto?

- No -responde ella con mirada pícara-, yo creo que es el de debajo, no para en todo el día.

- Vale.

Pocos minutos después, en la ventana del supuesto vecino se asoman cuatro manitas aplaudidoras, dos arriba y dos abajo. Claramente son padre e hijo, ambos de la familia Gasol.

- Oye... Oyeeeee. Sí. Tú, sí. Hola, ¿qué tal? Mira, ¿tú juegas al baloncesto?

- Eh... sss-sí.

- Ah, es que entiendo que juegues media hora, tres cuartos, una hora, pero desde las nueve de la mañana toooodos los días. A las once, a las doce, a la una... Molestas también a tu vecina de arriba. Ayer, por ejemplo, hasta las diez de la noche.

- Bueno, las diez las diez...

- ¡Las nueve y media! Te lo pido por favor.

- Vale, vale.

- Te lo agradezco mucho.

La vecina de al lado, que había asistido con gesto entre asombrado y pavoroso a la conversación, repitió la mirada pícara que había mostrado minutos atrás y se perdió tras la cortina.

En la azotea de enfrente mi vecina la hippie apuraba el cigarrillo que uno se fuma después de algo verdaderamente satisfactorio (un polvo, una comida, unos cantes...), con la sola compañía de unos desgastados calzoncillos tendidos al relente de la tarde noche.

Ni aquella noche ni ninguna otra volvimos a escuchar al joven aspirante a Pau Gasol.


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