Revista Cultura y Ocio
Son las diez y los bares han cerrado. Los corazones encendidos se abortan como luces en un cortocircuito. Todo se oscurece y las almas desvanecidas huyen con pánico dejando a su paso cadáveres tan vacíos como madera podrida. Huele a abandono y hastío mientras el señor de la limpieza recoge el último cascarón. Por entre los residuos quedan ilusiones y promesas tan rotas, tan sucias, tan finas, que ni todas ellas juntas harían un recuerdo decente. Hubo un tiempo en el que cualquier pestañeo podía provocar una avalancha, cualquier silencio temblor y cualquier deseo satisfacción. Las noches comenzaban al atardecer y el amanecer solo era un eterno suspiro. El amor se malgastaba en un instante y el placer renacía a cada agotamiento. Hasta los lugares comunes llegaban a parecer insólitos. La intensidad no dependía de un buen plan, simplemente estaba ahí. La depresión era una resaca y el dolor un mero tropiezo a punto de pasar. Son las diez y el cementerio acaba de abrir. Hay flores para parar un tren y perfuman los caminos del Señor con ironía sutil. La tierra prometida abruma con su esplendor por entre sarcásticos epitafios dejando, ahora sí, recuerdos como puños con absoluta rotundidad.