Revista Literatura
Nadie desafina como Dylan. Quiero decir que nadie desafina tan bien como Bob Dylan. Desafina tanto, y lo hace tan bien, que ha convertido su galleo permanente en su propio e inimitable estilo, en su propio arte. Tal vez Dylan instauró esa definición que tanto emplean los críticos para explicarnos la voz de un cantante: estilo personal. Bajo esa etiqueta, estilo personal, me he encontrado a lo largo de mi vida con decenas de voces que bien merecerían estar escondidas y custodiadas en el más profundo de los sótanos, para mantener así a salvo a nuestros delicados oídos de sus ataques. Lo de Dylan es otra cosa, créanme, es de verdad una voz personal. No puedo precisar cuando comencé a escuchar a Dylan, tal vez en la cuna, mis hermanos mayores lo consumían con frecuencia. En realidad, a ellos les debo buena parte de mi “cultura” musical básica, sin duda. Durante un tiempo escuché a Dylan en la clandestinidad, no podía reconocer abiertamente que me gustaba. Aquellos años modernos y encrespados de La movida que no fue igual en todos sitios, precisamente. En Córdoba, por ejemplo, no pasó de pequeña vibración, de lejano eco, que llegó con algunos años de retraso. En ese tiempo moderno Dylan no encajaba, demasiado folkie, demasiado country, demasiado clásico, no era una buena decisión, decían, argumentaban. Curiosamente, las vueltas que da la vida, pero vueltas, a casi todos aquellos modernos de entonces ahora les gusta Dylan, y Lou Reed y hasta los Beach Boys, que tal vez sea el grupo legendario más desconocido de cuantos componen el olimpo del rock. Mucho más que una tabla de surf. Cuentan los mentideros, y algunas cartas aparecidas en las redes sociales y en algún que otro medio de comunicación, que el Dylan actual es un ser muy quisquilloso, cuadriculado, inaccesible, huraño, amante de su privacidad, puede que se trate de soledad, hasta el extremo de salvaguardarla empleando a guardaespaldas de pocas palabras y músculos en las cejas. Tal vez se trate del Dylan de siempre, o eso nos cuenta la leyenda, aunque las leyendas del rock son verdades a medias o mentiras en una gran proporción, amplificadas, endurecidas, por esas cosas de los años y sus circunstancias. Según cuentan, nunca fue Dylan un dechado de amabilidad, no ha sido nunca su sonrisa una seña de identidad, y a pesar de eso ha conseguido hipnotizar, atrapar, a varias generaciones con sus canciones. Con ese desafinar suyo que es la representación sonora de la belleza de la fragilidad, de la tristeza susurrada, de la emoción que te roza la piel. No solo hay que contemplar a Dylan como un músico o como un poeta, también ha sido puente de las tendencias, innovador partiendo de la tradición. Como buena parte de los genios, Dylan no inventa nada, en su caso concreto reinterpreta el country, es un nuevo folkie, un... sigue leyendo en El Día de Córdoba