El animal en el ser humano
aúlla impotente. Inquieto
bajo soles deslumbrantes de luces de neón.
Un perro vagabundo, angustia mordaz
que se clava los dientes a sí mismo
amarillo de odio.
La alimaña en el ser humano
fue una vez un animal real.
Una canción de las alturas,
el amor de un dios
salmodiado en las entrañas y la roja sangre.
La dicha estaba allí, orgullosa
noble y alta
como las líneas de la cornamenta del ciervo,
que fallaron ante el avance de la pantera.
Y las montañas durmieron azules
detrás de las vírgenes estepas
por donde las pezuñas y las garras
pisaron las mismas sendas
hacia los pozos de agua.
El animal puro y sin contaminar
vive todavía dentro de nosotros
en momentos únicos
de amistad
entre el alma y la carne.
Momentos luminosos
cuando la vida penetra nuestros sentidos
sin imágenes, nueva
igual que la primera vez.
Mira las graciosas caderas
de una muchacha joven,
la cara de un hombre cuando
se levanta de la fuente,
los labios húmedos
por el beso de la tierra.