Revista Cine
Creímos que Gran Torino (2008) había supuesto la aparición final de Clint Eastwood frente a la pantalla. Afortunadamente, no ha sido así gracias a un Golpe de Efecto (Trouble with the Curve) que ha vuelto a congregar a sus seguidores para que le acompañen en la que puede ser, una vez más, su última aventura. Se trata de un film sencillo y bien realizado que tiene la virtud de recoger algunos de los elementos narrativos más habituales en la filmografía de Eastwood para ponerlos de nuevo "en juego", contando con la baza incalculable que supone la presencia arrolladora y carismática del propio Clint al frente del reparto.
Desde En la Línea de Fuego (Wolfgang Petersen, 1993), Eastwood no había sido dirigido por otro realizador. Casi veinte años después, esto ha vuelto a suceder porque detrás de la cámara está su socio y amigo Robert Lorenz, quien debuta en la dirección amparado por el veterano cineasta y rodeado por su equipo técnico habitual. Eastwood le da la alternativa sabiendo que Lorenz comparte su estilo narrativo clásico, pausado pero nunca superfluo. Un escenario en el que el veterano cineasta de San Francisco se puede sentir lo suficientemente cómodo para construir un nuevo personaje en su amplia filmografía que, una vez más, consigue conquistarnos desde su primera aparición.
Gus Lobel es un veterano ojeador de los Atlanta Braves que, a lo largo de su longeva carrera, ha sido capaz de fichar a grandísimos jugadores que han ennoblecido el deporte del béisbol. A su avanzada edad, pugna por seguir en la brecha defendiendo los principios de la intuición y el conocimiento directo del juego. Ese sexto sentido para descubrir el talento se mantiene a pesar de sus problemas de visión aunque, inevitablemente, su forma de trabajo se considera desfasada con la extrema tecnificación de las franquicias deportivas y la confianza absoluta en la frialdad de las estadísticas para elegir a un determinado jugador. Lobel mostrará una voluntad de hierro para hacer prevalecer su juicio aunque para ello necesitará de la ayuda de su propia hija (Amy Adams), con la que siempre ha mantenido una relación distante, a pesar de compartir una inquebrantable pasión por el deporte que, de alguna manera, les separó.
En Golpe de Efecto presenciamos una historia emotiva, poco trascendente, pero tan bien contada que consigue entretener y hacerte pasar un rato sumamente agradable en la sala de cine. Eastwood es el hilo conductor y el que atrapa al público con su socarronería y los modales de viejo cascarrabias que tan bien le han funcionado en la última etapa de su carrera. Clint construye personajes desagradables sólo en la superficie y, cuando descubre su verdadera naturaleza, ya ha conseguido que la platea haya presentado la rendición incondicional. Si, además, le acompaña una Amy Adams que demuestra su gran talla interpretativa ante un reto difícil, tenemos una propuesta más que interesante en la que la elegancia narrativa se combina con irresistibles notas de humor para lograr un resultado muy satisfactorio. El encanto de los paisajes naturales, la calidez de esas ligas regionales, las bondades de un grupo entrañable de ojeadores, y la impagable presencia de John Goodman son valores que también pesan mucho en la sensación final. Forman un contexto agradable en el que incluso Justin Timberlake no molesta.
A diferencia de otras películas de Eastwood, en esta cinta no se ha buscado la profundidad y el análisis de las motivaciones humanas como motor principal de la historia. Él siempre ha sabido combinar los diferentes proyectos oscilando entre varios niveles de trascendencia argumental e interpretativa. Pero un aspecto siempre se mantiene: desde la década de los ochenta ha mantenido un nivel de corrección del que nunca ha bajado y, a partir de allí, ha construido películas memorables y otras que han cumplido con expectativas más modestas. Pero, en lo que coinciden todas ellas, es en la expresión de un nivel inmutable de honestidad. Golpe de Efecto se incluye entre estas últimas y, desde luego, logra su propósito con creces.
Finalmente, me gustaría destacar un elemento que me llamó especialmente la atención. Si en Moneyball asistíamos a una defensa muy evidente de las nuevas tecnologías en el deporte del béisbol, en este film tenemos todo lo contrario. No podía ser de otra forma puesto que la premisa es un reflejo claro de la personalidad de su protagonista y productor. Pero, llegados a este punto, nos podemos preguntar: ¿el deporte profesional evoluciona adecuadamente?, ¿la pérdida de las esencias es algo tan valorable como parece?