Mientras la felicidad iba ensayando su postura en los años de la infancia, en la tele aparecía siempre algún negrito desnutrido que mamá nos señalaba para que comiéramos bien. Mira, decía, esos pobres niños no tienen nada para comer. África fue durante la infancia la geografía de la culpa. Debíamos comer por todos aquellos niños que no comían, si comíamos mal nos miraban los niños hambrientos desde la distancia imposible del televisor; estaban ahí, vigilando que nos comiéramos todo, acaso para rebañar lo que dejábamos. Luego, al albur de la adolescencia, África fue tomando posiciones en lo que yo llamaba justicia social. Ya no era un hambre falto de caridad, limosna, etcétera, era un hambre contaminado de odio. Crecimos creyendo que aquellos niños se morían por falta de comida cuando lo que les faltaba no era más que justicia. En un mundo justo aquello no hubiera sucedido nunca, pero a Dios no le gusta la justicia, y el mundo lo creó Dios.
Con los años he visto cómo África ha ido poco a poco acercándose a las costas europeas, y cómo poco a poco nuestro país se ha ido llenando de senegales y marroquíes que venían a recoger la cosecha o a construir edificios o a vender gafas de sol en la playa. De las imágenes ochenteras del hambre etíope pasamos a la realidad de la inmigración. España nunca fue un país receptor, más bien todo lo contrario: fueron nuestros padres los que buscaron en Alemania un sueldo. España es una nación bisoña en cuanto al fenómeno de la inmigración se refiere, también en muchas otras cuestiones que ahora no vienen al caso. Pensemos que España es un Estado de treinta y seis años.
Toda epidemia tiene una puesta en abismo que desenmascara la manida condición humana, también una lección que sólo sirve a quien quiera prestar atención. África siempre ha formado parte de una especie de culpabilidad colectiva, un mito que ha venido explicando los excesos de Occidente. Ahora parece que su realidad nos salpica, parece que el Ébola no es solo una cuestión africana que observamos en la tele mientras cenamos. El problema africano se está convirtiendo poco a poco en un problema global, el mundo ya no contiene otros mundos, el mundo es una gigantesca comunidad donde todo está interconectado, y donde las decisiones (incluso el pasado) van urdiendo un entramado en forma de tela de araña de donde ya es imposible escapar.
En la peste de Albert Camus, la enfermedad se presenta un buen día y desaparece luego, 350 páginas más allá, dejando un reguero de muertos ; la mecánica de la peste es inexplicable, lo que nos cuenta Camus es cómo los hombres actúan, se responsabilizan o escurren el bulto frente a situaciones extremas, lo que Camus viene a pintarnos es no tanto la peste sino cómo el hombre se enfrenta, comprende o acoge a la peste, es decir, cómo el hombre pasa a ser un agente responsable y no una mera víctima del destino. La cuestión del Ébola no es saber si podremos detenerlo, más bien consiste en desentrañar qué quiere decir que un país europeo sufra aun mínimamente los efectos de una enfermedad devastadora. Todo son señales, solo hay que saber leerlas.