Hacia la década del cuarenta el problema de la adicción al alcohol era hábilmente sorteado por los popes de la gran industria del cine recurriendo a la fácil solución de caracterizar al borracho como un personaje secundario siempre presto para la comicidad. Hasta que, ni más ni menos, un pionero de la talla de Billy Wilder puso punto final a dicho desentendimiento por parte de Hollywood, y con The Lost Weekend (1945) por fin se encargó de abordar al alcoholismo en la pantalla grande como lo que es, un enfermedad y una lacra social.
Sin un ápice del talento de Wilder, Blake Edwards igualmente se las ingenió para dirigir la otra gran película sobre el alcoholismo que nos ha brindado el cine estadounidense hasta nuestros días (Leaving Las Vegas no le hace sombra). Edwards es mayormente conocido por la saga cómica The Pink Panther, conjunto de films en los que Peter Sellers sacó a relucir su inmenso repertorio de dotes para la comedia poniéndose en la piel del inspector Clouseau. Sin embargo, junto a su adaptación de la novela de Truman Capote Breakfast at Tiffany’s, el largometraje que nos ocupa se erige indudablemente como la cumbre cinematográfica en la dilatada carrera del director. Days of Wine and Roses, al igual que su antecesora en el género, también marcó un punto de inflexión porque se ocupó de diseccionar psicológicamente a una pareja de dipsómanos sin caer en la concesión de ninguna clase de condescendencia hacia estos personajes, tratando con seriedad y crudeza la patología.
En rigor, la película comienza alegremente, con un largo plano, primero en picada y después en travelling, que ilustra un distendido bar en la ciudad de San Francisco, donde un risueño Jack Lemmon, copa en mano, hace su trabajo de agente de relaciones públicas, reclutando agraciadas jóvenes para que acompañen a su clientela de ociosos millonarios. A continuación, en una fiesta privada a bordo de un yate, se enamorará de la secretaria privada de uno de sus juerguistas clientes (es decir, de Lee Remick). A partir de allí, Edwards intercala algunas escenas regadas de gracia con indicios del drama en que desencadenará el rápido matrimonio, como cuando Remick, en una de los fugaces lapsos idílicos del filme, arroja premonitoriamente a la vastedad oceánica el fragmento de un poema de Ernest Dowson: Recoged las rosas mientras puedas,/largos no son los días de vino y rosas,/de un nebuloso sueño/surge nuestro sendero/y se pierde en otro sueño.
Luego de un preciso salto temporal, se muestra ya a la pareja de Joe y Kirsten convertidos en padres, y la narración se despoja completamente de elementos cómicos para ir alojándose, poco a poco, en el terreno de la tragedia. Hay una escena harto significativa, pletórica de patetismo, en la que el personaje de Lemmon, llegando a su hogar visiblemente borracho, choca de frente contra una mampara de cristal, para una vez dentro de la casa, armar un escándalo y despertar a su hija bebé: Joe le echa en cara a su mujer su falta de “solidaridad y compañerismo” ante su condición de bebedor. Entonces la cámara nos muestra cómo Kirsten se sirve una copa de licor y decide acompañar a su marido en la tortuosa marcha a los abismos de la autodestrucción.
Anegados de alcohol, descienden peldaño tras peldaño: Kirsten, en un clímax etílico, incendia la casa, mientras que a Joe terminan por despedirlo de su trabajo. La película se va convirtiendo en una serie de secuencias dotadas cada vez de mayor realismo, en la que la necesidad de ingerir alcohol progresivamente se vuelve más acuciante. Las actuaciones de Jack Lemmon y Lee Remick son desgarradoramente magistrales; ella soporta sin inconvenientes el duelo interpretativo con su compañero, gracias a la forma algo compleja y barroca que tenía de actuar.
Cabe destacar, por último: la canción con que se abre la película (ganadora del Oscar), a cargo del gran Henry Mancini; y el irresoluto pero poético final: un plano tomado desde la ventana del departamento de Joe muestra a Kirsten perdiéndose en la oscuridad nocturna de la calle, ante su melancólica contemplación. Gracias a la ayuda de Alcohólicos Anónimos, él está en proceso de recuperación, mas el destino de ella es incierto y probablemente no muy afortunado. Entre medio de los dos, un cartel luminoso en el que se lee “Bar” prende y apaga, prende y apaga, como metáfora del claroscuro reinante, de la latente tentación.
Days of Wine and Roses (EE.UU., 1962).
Director: Blake Edwards.
Intérpretes: Jack Lemmon, Lee Remick, Charles Bickford, Jack Klugman, Alan Hewitt, Tom Palmer.
Calificación: 7,50