Hace justamente un par de semanas finalizó el Festival della Vita en Saluzzo (Italia). No había oído hablar de este festival, tampoco sabía dónde se encontraba esa ciudad y menos qué tenía que ver aquéllo conmigo. Fui por un acto de caridad, no porque planeara hacer este viaje meses atrás. Y gracias a la amiga con la que fui y que me compartió un vídeo promocional, pude saber que lo organizaba la Comunidad Cenáculo (ésto ya me sonaba más gracias a experiencias de dos personas cercanas). Busqué en el mapa dónde se situaba esa ciudad y descubrí que estaba cerca de Turín (allí trabajaba una amiga que conocí en el Camino de Santiago). Sólo me faltaba conocer qué había allí para mí, y eso lo pude saber una vez inmersa en esta aventura que comenzó un miércoles por la noche por carreteras españolas, francesas e italianas.
Fui entreviendo que una vez decide uno salir de sí mismo, encuentra sentido a aquello que hace o vive. El viaje en coche no fue una carga sino un disfrute. Por la compañía, por el motivo que lo envolvía, por el destino que nos esperaba. El programa del festival no era otro que vivir la fe en comunidad, una comunidad enraizada en la fraternidad de personas venidas de todas partes del mundo. Momentos de oración, de testimonios, de música, de teatro envolvieron esos interesantes y atractivos cuatro días. La primera lección aprendida fue que no podemos caminar en la fe solos, necesitamos de una compañía visible, palpable, cercana, ¡física! Una presencia que nos haga claro el camino cuando éste se enturbia o parece que se borre de nuestro horizonte.
Desconozco si conocéis la Comunidad Cenáculo, a grosso modo diré que es un lugar como ningún otro. Donde miran a la realidad de cara, no pasan de largo ante el problema ajeno; más que problema, es sufrimiento que brota desde muy dentro de todas las personas (hombres y mujeres) que viven allí en comunidad. El sufrimiento que fue tapado, escondido, olvidado entre adicciones de todo tipo, depresiones... ¿Quién da un duro por ellos? A simple vista, conociendo sus vidas, uno sale escandalizado. Y el verdadero problema es que no nos han educado la mirada ni nuestro corazón, nos han hecho olvidar el vínculo que nos une a cada persona: la experiencia humana. Sólo en ésta nos vemos reconocidos, cercanos y compasivos. Allí han encontrado un lugar en el mundo donde se les reconoce como personas con una dignidad única, personas que valen la pena por el mero hecho de existir y personas que tienen un tesoro sin igual que poner al servicio de los demás. Allí les han dado la oportunidad de cambiar de vida contando con su libertad y voluntad, pero con la ayuda concreta y organizada que Madre Elvira ha previsto y provisto.
Y ésto último fue otra de las lecciones que aprendí en esos escasos días. Ellos mismos eran las personas que se encargaban de la organización del evento, del acompañamiento musical a través del coro, y de la representación teatral conocida como Festival Credo. Es increíble ver el resultado que la confianza y el amor hace en cada una de las personas que viven allí. Ellas mismas sin darse valor, pensando que sus vidas se han acabado y que ya nada tienen que ver con el mundo, éstas mismas, fueron las protagonistas y las imprescindibles para que el Festival della Vita pudiera celebrarse y tuviera el éxito que alcanzó. La organización estuve serena y eso que fuimos miles de personas allí reunidas. Daba seguridad la tranquilidad y el buen hacer de cada uno al dirigirse a los participantes. Y en un ambiente festivo no puede faltar la música. Ésta tiene mención especial por lo profesional, pero familiar que fue. Nos contaron que habían estado ensayando todo un mes, ocho horas diarias... ¡por amor a nosotros! Sin duda, la artífice de poder conectar con lo profundo de nosotros en los momentos de oración, pero también, de permitirnos disfrutar del baile y la alegría que se desbordaba en sonrisas y gestos afectivos y muy humanos.
¿Cómo es posible que personas descartadas por la sociedad actual pudieran representarnos el Credo de forma tan profesional y despertaran en nosotros una emoción profunda de agradecimiento y simpatía por todos ellos? ¿Dónde está la cámara oculta, cuál es la fórmula secreta, cómo se vive así? Y es que por más que mirara a mi alrededor, por más que intentara hallar una respuesta lógica, por más que buscara... No pude encontrar una receta concreta sino una Persona que permite que todo esto ocurra y acontezca en el corazón de los que allí nos reunimos. El Amor vence cualquier temor, lucha, adicción, agonía o tristeza. La fraternidad da aquello que uno sólo no puede ni podrá obtener y que se empeña en ello. La alegría de compartir una vivencia humana nos acerca más a la plenitud de vida, a esa que anhela y está llamada nuestra existencia.
El lema del Festival fue Eccomi!, ¡Aquí estoy!, palabras que dijo la Virgen María al presentarse el Ángel con el proyecto de vida para Ella. Fue una de las palabras que más resonó durante estos días, la que más cuajó en mi interior, al igual que otras de Madre Elvira, non avete paura! ¡no tengas miedo! Y quizás ésta fue la última y más importante lección que me llevé de Saluzzo. Un empujón a vivir la vida con toda mi humanidad, a mirar la realidad de frente, a acoger a cada persona que esté en mi vida.