Publicado por José Javier Vidal
En nuestro recorrido por la economía hemos navegado, hasta el momento, por aguas tranquilas. Cuáles son los problemas básicos que debe solucionar la economía – Qué, Cómo, Para Quién -, la frontera de posibilidades de producción, los rendimientos decrecientes, los costos relativos crecientes, son cuestiones y conceptos compartidos por todos los economistas cualquiera que sea su orientación ideológica. Es natural que así sea porque dichas cuestiones y conceptos derivan directamente del carácter escaso, limitado, de los recursos con los que contamos para satisfacer nuestras necesidades.
Sabemos a qué preguntas tenemos que contestar y bajo qué condiciones, límites o “restricciones”. Pero, ¿Qué o quién y cómo o según qué criterios las responde?. Llegados a este punto, el viento empieza a soplar más fuerte, el mar comienza a encresparse y la navegación se complica. Entramos en las agitadas aguas de las opiniones, de las opciones ideológicas, de las controversias. ¿Qué es mejor para organizar todo este tinglado?. ¿Eso conocido como “mercado”?. ¿O aquello otro que llamamos “Estado”?. Exceptuando sociedades en un estadio muy primitivo de desarrollo, cuyo estudio es más propio de historiadores y antropólogos que de economistas, todas las demás han intentado e intentan resolver sus problemas económicos mediante esas dos opciones.
Hay que tener presente, no obstante, que pocas veces en la historia, si es que alguna, la organización económica de una sociedad con un cierto grado de desarrollo se ha basado exclusivamente en el mercado o en el Estado. Al contrario, lo que ha habido siempre es una concurrencia de ambas instituciones. Lo que ha cambiado es cuál de las dos ha desempeñado el papel central en el funcionamiento de la economía.
Muy resumidamente, se puede decir que una economía de mercado es aquella en la que el Qué, el Cómo y el Para Quién son decididos por los particulares – individuos y empresas – y una economía planificada aquella en la que las tres cuestiones son respondidas por el poder político, el Estado. Veámoslo con algo más de detalle.
Para empezar, el mercado. ¿Qué es?. ¿Cómo responde las tres preguntas?. De las muchas definiciones que hay de mercado, creo que la que nos puede resultar más útil es la que lo describe como la forma de organización social en la que los particulares, sin recibir órdenes del poder público, intercambian bienes y servicios decidiendo entre ellos a qué precios y en qué cantidades. Es importante hacer notar que en el mercado puede ser objeto de intercambio cualquier cosa, no sólo bienes y servicios finales, sino también factores de producción – tierra, trabajo y capital – e incluso algo tan abstracto como el dinero.
Los mercados se pueden clasificar en muchas categorías distintas según cual sea el criterio de clasificación usado. Si lo hacemos atendiendo al objeto del intercambio, habrá tantos mercados como bienes y servicios. Así habrá mercados del trigo, del aceite de oliva, del petróleo, de microchips, de trabajo o de alquiler. Todos estos mercados, a su vez, estarán relacionados unos con otros de manera más o menos mediata. Y del equilibrio, palabra muy querida de los economistas, en cada uno de estos mercados y del equilibrio entre todos ellos, o equilibrio general, dependerá la respuesta dada a las tres cuestiones de la economía.
Qué bienes y servicios se producirán será determinado por las decisiones de compra que, todos los días, toman los consumidores. Las empresas no producirán lo que les ordene ninguna autoridad central sino lo que piensan que va a tener más demanda.
Cómo se producen los bienes y servicios dependerá de la competencia entre los distintos productores. Éstos, intentando minimizar sus costes, optarán por la combinación de factores de producción que les permita producir la mayor cantidad al menor precio o, en otras palabras, de la manera más eficiente. La tecnología disponible y el precio de los factores serán claves en esta decisión. Valga como ilustración: En un país de salarios bajos, los empresarios se inclinarán por métodos de producción intensivos en mano de obra; en uno de salarios altos, por métodos intensivos en capital.
Para quién se producen los bienes y servicios será resultado de la capacidad de compra de los consumidores y ésta, a su vez, dependerá de la retribución de cada factor de producción. La distribución de la renta entre tierra, trabajo y capital es, por tanto, determinante.
Es justo reconocer que, si uno se para a pensarlo un poco, el funcionamiento y resultado de una economía de mercado no puede menos que causar admiración. Pensemos en cualquier gran ciudad contemporánea – Nueva York, Madrid o Tokio -. Millones de personas que precisan cada día para vivir y trabajar disponer en el momento preciso de millones y millones de bienes y servicios – desde el café del desayuno hasta la entrada en la sesión de noche del cine, pasando por el metro o la verdura de la ensalada del almuerzo – Los transportes públicos son fiables, los suministros de agua y electricidad pocas veces fallan, los supermercados siempre están bien abastecidos, las urgencias médicas salvan vidas…todo ello de manera aparentemente espontánea, sin necesidad de que intervengan ningún “superpoder” con la capacidad de prever y organizar los casi infinitos intercambios que componen el sistema.
Lo que lleva a ese resultado paradójico que se obtiene cuando cada agente económico, al perseguir egoístamente su propio interés, contribuye, sin proponérselo, al bienestar general, es lo que Adam Smith llamó la “mano invisible”. Más de doscientos años de reflexión económica y moral han matizado y atenuado el entusiasmo del pensador escocés en el mercado sin restricciones. Lo iremos viendo en próximos artículos. Por lo pronto nos limitaremos a señalar dos imperfecciones o fallos de mercado que, en mayor o menor grado, distancian el mundo ideal de Smith de la realidad.
Para empezar, ese mercado sin fallos sólo se puede dar en condiciones de competencia perfecta. Y, ¿Qué es ésta?. Pues aquella situación en la que se intercambia un bien homogéneo entre tantos vendedores y compradores que ninguno de ellos tiene capacidad para influir en el precio. Supongamos, por ejemplo, un bien homogéneo – trigo de unas determinadas características – que es producido por infinidad de agricultores – su poder de negociación, en consecuencia, es nulo – y es comprado por infinidad de comerciantes. Quizá no existe ni ha existido nunca un mercado que cumpla al cien por cien con estas condiciones. Como mucho, hay aproximaciones. Puede haber muchos productores de un trigo determinado, sí, pero los comercializadores son muchos menos y pueden imponer sus condiciones. En otras ocasiones son los productores los que tienen el poder – las petroleras, por ejemplo – sobre los consumidores. Y en otros casos no cabe hablar de competencia perfecta porque el producto es cualquier cosa menos homogéneo – coches, viviendas, etc. – Este fallo del mercado, la competencia imperfecta, puede, entre otros problemas, llevar a la economía a una situación de ineficiencia. Recordemos que una economía es eficiente cuando se encuentra en su frontera de posibilidades de producción, es decir, si está empleando todos los recursos de que dispone para producir la máxima cantidad posible de bienes y servicios. Si un empresa tiene una posición monopolística en un mercado, puede manipular la cantidad y el precio de un bien maximizando sus beneficios en detrimento de los consumidores, que pagarán más por menos.
El otro fallo de mercado son las externalidades. Son éstas repercusiones, positivas o negativas, de la producción y consumo de un bien que no son incorporadas a su precio o, en otras palabras, no son soportadas ni por los productores ni por los consumidores sino por terceros ajenos a la transacción. La contaminación atmosférica, el ruido, la deforestación, son externalidades negativas. El alumbrado público o un vigilante de una urbanización que disuada a los ladrones de asaltar las propiedades tanto de los que lo han contratado como las de los que no, son externalidades positivas. Aquí la “mano invisible” tampoco puede hacer bien su trabajo.
Y donde el mercado falla, hay que plantearse si no debería hacer presencia la “mano visible” del Estado. La economía va perdiendo su apariencia de ciencia y tomando cuerpo como un repertorio de opciones ideológicas difrazadas de técnica. Lo iremos viendo, y discutiendo, en los artículos siguientes.