En la alta y fría paramera soriana, en una de las laderas del surco recorrido por el río Escalote, se encuentra la más sorprendente construcción mozárabe de todas las nuestras, la ermita de San Baudelio de Berlanga. Situada en las proximidades del pueblo de Casillas de Berlanga, hacia el sur, en una hondonada lateral que se abre al valle mayor y en paraje que hoy resulta desolado, en tiempos pasados estuvo poblado por un tupido robledal y su habitabilidad resultó posible gracias al manantial que brota al lado de la construcción. Toda la comarca fue un encarnizado campo de batalla entre cristianos y musulmanes a lo largo de dos siglos, cuando el Duero era su frontera hasta el año 1002 en que se produjo la derrota de Almanzor. Su reconquista comienza con Fernando I pero no fue completada hasta que lo hizo su hijo Alonso VI habiendo que esperar a principios del siglo XII para que sea organizada y repoblada por Alfonso el Batallador.
Poco se sabe de los orígenes de esta ermita. La primera mención que obra documentada es en 1136, fecha en la que el Concilio de Burgos decreta su asignación como monasterio a la diócesis de Sigüenza " Berlanga cum omnibus terminis suis et cum monasterio sancti Baudili"; resolución confirmada por el rey Alfonso y bula papal, por lo que sorprende la existencia de este santuario cristiano construido a finales del siglo X, pero se conoce que ya en época visigoda se trajeron desde Nimes algunas reliquias de San Baudelio, mártir galorromano del siglo IV, y que, ante la invasión musulmana, alguna de esas reliquias que se trasladaron a Asturias y Navarra quedaran veneradas en este pequeño rincón soriano guardadas en la cueva adosada a la ermita actual y que luego sobre esa cámara recóndita, casi inaccesible, se construyera la actual ermita.
Tras la donación que en 1144 hiciera el obispo don Bernardo al cabildo de Sigüenza y la que en el siglo XIII efectuara el prelado don García al Deanato catedralicio, apenas se tiene noticias de este precioso ejemplar prerrománico hasta que en 1866, tras la desamortización, se cita como dueño de la misma a don Pedro José de Cea que la acabaría vendiendo a doce vecinos de Casillas en 1893 y éstos a su vez en 1922, y por el precio de sesenta y cinco mil pesetas, al judío sefardí León Leví ("perfil de maravedí", diría Gerardo Diego), quien tras intentar infructuosamente permiso del párroco de Casillas y de los obispos de Osma y Sigüenza para calcarlas y trasladarlas con la ayuda del norteamericano Dereppe y especialistas italianos en la técnica del "destrapo" del taller de Steffanoni, en el mes de julio de ese mismo año con el botín rescatado llenó un camión con cincuenta y seis tubos metálicos con veintitrés témpanos de pinturas emprendiendo rumbo a Zaragoza para embarcarlos en el puerto de Barcelona con destino a Estados Unidos. Inútiles los pleitos del Ministerio de Instrucción Pública y del Obispado de Sigüenza emprendidos en 1924, pues tanto la Audiencia Nacional como el Tribunal Supremo en 1926 no pudieron revocar la escritura de adquisición que le concedía la propiedad al judío y la facultad de "poder venderlas a buen grado", consiguiendo únicamente, a través del procedimiento de su declaración de Monumento de Interés Nacional, conservar las restantes.
El edificio en sí es un prisma cuadrado muy hermético, al cual se le adosa por el este el cubo menor del presbiterio. En el exterior, sobresale la portada principal abierta al norte. Consta de dos arquivoltas con arco de herradura sobre jambas lisas de sillares irregulares que destacan de la mamposteria de los muros.
Existe otra pequeña entrada en la fachada poniente, también de herradura, desde la que se accede a lo alto de la tribuna. La cerrazón de los muros solo se rompe con dos ventanucos de estilo saetera que iluminan el ábside uno y el coro el otro.
Toda la sobriedad exterior rompe y se convierte en fantasía desbordada en el interior. Nada más pasar el umbral de la puerta deslumbra la columna central que te arrastra la mirada hasta el cielo. Arriba, su fuste cilíndrico se abre en ocho arcos que sujetan el techo de media naranja que es la cúpula esquifada deprimida. Los arcos descansan en la mitad de los muros con especie de trompas en los vértices. Por encima de la columna, entre ella y el tejado, un pequeño huequecillo sólo accesible con escalera de mano y cubierto por bóveda nervada recruzada y que serviría de recóndito lugar para guardar reliquias o vasos sagrados.
La mitad occidental de la nave queda ocupada por una alta tribuna bajo la cual se desarrollan cinco angostas naves como si se tratase de una mezquitilla. Cada una posee dos tramos, excepto la central que tiene tres. Todos se techan con cupulines sobre los que se apoya el piso superior. Los arcos de este sotocoro son de herradura imperfecta que se sujetan en columnas sin capiteles sino con bloques cruciformes sobre los fustes. Las basas son cúbicas, cortadas en las esquinas, tascadas para formar triángulos.
En el rincón suroccidental se abre una angosta cueva, probablemente el primitivo santuario rupestre donde vivió el primer anacoreta en época visigoda y que santificó el lugar con su ejemplar vida.
Por encima, y accediendo por escalera pétrea, la tribuna. En su centro, adosado al fuste de la columna central, un nicho o capilla con arco de herradura, arquillos por el interior y ventanitas que confieren aspecto de mihrab musulmán.
Volviendo la vista hacia el presbiterio nos encaramos con el arco triunfal. Es semejante al de la puerta, de herradura doblado que, tras salvar tres escalones, da paso al ábside de planta cuadrada con cubierta de bóveda de cañón que sirve de cobijo a una mesa de altar hecha con sillares y piedras reaprovechadas al que se asciende por otros dos escalones.
Los muros del interior se alisaron con mortero y se enriquecieron con bellísimas pinturas románicas al fresco de las que algunas aún perduran
junto a improntas de aquellas que fueron vendidas y exportadas en 1926 a los Estados Unidos (Las Tres Marías y la Santa Cena en Boston; El Dromedario, La curación del ciego y Lázaro y Tentaciones de Cristo en Nueva York;
El halconero en Cincinati y las Bodas de Canaá y la Entrada en Jerusalén en Indianápolis) y de las que algunas se recataron (en el Museo del Prado, La caza del ciervo, Cacería de liebres, El Elefante, El guerrero, El Oso)
mediante trueque de iniquidad al ser canjeadas por el ábside del templo de San Miguel de Fuentidueña, piedra a piedra.
Y todo esto les iba contando en el coche mientras nos dirigíamos a nuestro alojamiento en Casillas, el Museo del Cántaro de la amiga Montse, mientras ellos hacían oídos sordos enredados en la leyenda del cristiano Ismael y del musulmán Omar, como Titureles guardadores del Santo Grial.