Dicen que hace muchísimo tiempo a los árboles no se les caían las hojas.
Y sucedió que un anciano iba vagando por el mundo desde joven, pues su propósito era conocerlo todo. Al final estaba muy pero que muy cansado de subir y bajar montañas, atravesar ríos, praderas, bosques, y andar y andar. De manera que decidió subir a la más alta montaña del mundo, desde donde, quizás, podría verlo y conocerlo todo antes de morir. Lo malo es que la montaña era tan alta, que para llegar a la cumbre había que atravesar las nubes y subir más alto que ellas. Tan alta que casi podía tocar la luna con la mano extendida.
Pero al llegar a lo más alto, comprobó que sólo podía distinguir un mar de nubes por debajo de él y no el mundo que deseaba conocer. Resignado, decidió descansar un poco antes de continuar con su viaje. Siguió andando hasta que encontró un árbol gigantesco. Al sentarse a su gran sombra, no pudo menos que exclamar:
—¡Los dioses deben protegerte, pues ni la ventisca ni el huracán han podido abatir tu grandioso tronco ni arrancar una sola de tus hojas!
—Ni mucho menos, —contestó el árbol sacudiendo sus ramas con altivez y produciendo un gran escándalo con el sonido de sus hojas—, el maligno viento no es amigo de nadie, ni perdona a nadie, lo que ocurre es que yo soy más fuerte y hermoso. El viento se detiene asustado ante mí, no sea que me enfade con él y lo castigue, sabe bien que nada puede contra mí.
El anciano se levantó y se marchó, indignado de que algo tan bello pudiese ser tan necio como lo era ese árbol. Al rato, el cielo se oscureció y la tierra parecía temblar. Apareció el viento en persona:
—¿Qué tal, arbolito? —rugió el viento—, así que no soy lo bastante potente para ti, y te tengo miedo? ¡Ja, ja, ja!
Al sonido de su risa, todos los arboles del bosque se inclinaron atemorizados.
—Has de saber que si hasta ahora te he dejado en paz ha sido porque das sombra y cobijo al caminante, ¿no lo sabías?
—No, no lo sabía.
—Pues mañana a la luz del sol tendrás tu castigo, para que todos vean lo que les ocurre a los soberbios, ingratos y necios.
—Perdón, ten piedad, no lo haré más.
—¡Ja, ja, ja, de eso estoy seguro, ja, ja ja!
Mientras transcurría la noche, el árbol meditaba sobre la terrible venganza del viento. Hasta que se le ocurrió un remedio que quizás le permitiese sobrevivir a la cólera del viento. Se despojó de todas sus hojas y flores, de manera que, a la salida del sol, en vez de un árbol magnífico, rey de los bosques, el viento encontró un miserable tronco, mutilado y desnudo. Al verlo, el viento se echó a reir. Cuando pudo parar de reír, le dijo así al árbol:
—En verdad que ahora ofreces un espectáculo triste y grotesco. Yo no hubiese sido tan cruel, qué mayor venganza para el orgullo que la que tu mismo te has infligido. De ahora en adelante, todos los años tú y tus descendientes, que no quisisteis inclinaros ante mí, recuperaréis este aspecto, para que nunca olvidéis que no se debe ser necio y orgulloso.
Por eso los descendientes de aquel antiguo árbol pierden las hojas en otoño. Para que nunca olviden que nada es más fuerte que el viento.