Paqui Sellés, ocd Puçol
El 9 de agosto es la fiesta de santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein. Este año, por ser domingo, no se celebra su liturgia pero las lecturas correspondientes a este XIX domingo del tiempo ordinario, son más que muy acertadas y encajan a la perfección en la rica personalidad de nuestra hermana carmelita.
La primera lectura del I Libro de los Reyes (1Re 19, 9a. 11-13a.), nos presenta al profeta Elías, que va huyendo de su enemiga, la reina Jezabel, que lo quiere exterminar, al igual que hizo con todos los profetas. Elías siente el cansancio de quien tiene una misión a la que se ve abocado sin fuerzas y es cuando se desea la muerte, pero Dios le anima con la fuerza del alimento: pan cocido sobre piedras y agua, y emprende la marcha por el desierto “cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios”. Es allí donde se le manifiesta el Señor, en una nubecilla, en un susurro, en la voz de un silencio suave, como dice el texto hebreo. Aunque parezca una paradoja, la voz de Dios solo se puede escuchar en el silencio.
En este sentido, traemos a la memoria la presencia de un Dios que se manifiesta a Edith Stein en el silencio de la catedral de Heidelberg: “Mientras estábamos allí en respetuoso silencio entró una señora con su cesto del mercado y se arrodilló en un banco, para hacer una breve oración. Esto para mí fue algo totalmente nuevo”.
Mientras Edith visitaba el Museo de Liebieghaus en Frankfurt, vio un grupo escultórico que la fascinó: “Fuimos a una sala donde había cuatro figuras del siglo XVI de una sepultura flamenca: la Virgen y Juan, en el medio; Magdalena y Nicodemo, a los lados. El cuerpo de Cristo ya no estaba. Aquellas figuras tenían una expresión tan extraordinaria que no pudimos apartarnos de allí en un buen rato. Y cuando desde allí llegamos a la Atenea, la encontré solo muy agraciada, pero me dejó fría”.
Edith se deja impresionar por estas esculturas que le transmiten algo más que admiración ante la belleza, se puede atisbar una cierta presencia de Dios que se le manifiesta ante la visión de unas figuras que impresionan su espíritu, al contemplarlas en silencio.
El apóstol Pablo, en la Carta a los Romanos (9,1-5), expresa un amor intenso e inmenso por sus hermanos de raza, por los judíos: “Siento una gran pena y un dolor incesante, pues por el bien de mis hermanos, los de mi raza y sangre, quisiera incluso ser un proscrito lejos de Cristo”. Es un texto hermosísimo enhebrado por su condición de judío y de cristiano. ¿Cómo no ver reflejada a la propia Edith que tanto amó a sus hermanos judíos, aun después de su entrada en la Iglesia católica, y con los que compartió idéntico destino en el campo de exterminio de Auschwitz?
Edith, como el apóstol Pablo, no dejó de reconocer en su pueblo, el porvenir glorioso que posee, por ser el linaje elegido por Dios para que de él naciera el Mesías: “el que está por encima de todo”. A Pablo y a Edith se les revela este gran misterio, y desean a su vez que sea descubierto a sus hermanos de raza, que todavía siguen esperando la llegada del Salvador.
Tanto el salmo responsorial (Sal 84) como el evangelio (Mt 14,22-33) son un canto a la confianza en el Señor, que es uno de los aspectos centrales de la personalidad y del carisma de Edith: el abandono confiado en las manos misericordiosas de Dios.
El miedo, la desconfianza, la incertidumbre que sintieron los discípulos en la barca son experiencias que cada uno de nosotros también vivimos a lo largo de nuestra vida. Y de hecho, tanto ellos como nosotros somos incapaces en esos momentos de descubrir el rostro de Jesús que viene a nuestro encuentro. Por ello, como dice el salmo responsorial, es Dios quien nos tiene que mostrar su misericordia y darnos su salvación. Y lo hace como Jesús con Pedro: Él pronuncia una palabra de ánimo, pero todavía permanece el temor y la incredulidad y sobre todo, la autosuficiencia de quien se apoya en sus propias fuerzas. Solamente cuando Jesús extiende la mano, agarra a Pedro y le echa en cara su falta de fe, brota la auténtica confianza.
Edith experimentó a lo largo de su vida este paso de la fe en sus propias fuerzas a la confianza plena en Dios que la sustenta y alienta en su caminar. Este texto de su gran obra Ser finito y ser eterno resulta plenamente iluminador en este sentido: “Yo me sé sostenido y este sostén me da tranquilidad y seguridad; ciertamente no es la confianza segura de sí misma del hombre que, con su propia fuerza, se mantiene de pie sobre un suelo firme, sino la seguridad dulce y feliz del niño que reposa sobre un brazo fuerte, es decir, una seguridad que, vista objetivamente, no es menos razonable. En efecto, el niño que viviera constantemente en la angustia de que su madre le podría dejar caer, ¿sería ‘razonable’?”
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