Foto: Claudia Vázquez
Hemos tenido la oportunidad de reencontrar tras unos años a Eduardo Fraile en su visita a Zafra el pasado 20 de abril invitado por el Seminario Humanístico para cerrar el ciclo Labor(arte) compartiendo velada poética en el Parador de Turismo . La mejor manera de abrir la Semana del libro en Zafra es, cómo no, invitando al poeta editor de la delicada Tansonville.Eduardo Fraile nos dejó la estela cordial de los angelotes protagonistas de su poesía, que pueblan el retablo vivo de su paraíso perdido, situado en tres puntos cardinales: el Madrid lejano, su Valladolid de adopción y la Castrodeza entrañable de sus veranos.
La poesía de Eduardo tiene ese encanto de lo cotidiano que desde la evocación adquiere una nueva luz, el exotismo inverso de la provincia en un nuevo ángulo inexplorado donde la estampa sugerida se revela inesperada y frondosa de imágenes como aquel poema que inicia su Retrato de la soledad (Difácil 2014), rememorando las escaleras mecánicas de las Galerías Preciados en Valladolid.
Eduardo nos ha confesado que la diferencia entre su primera época poética y esta otra segunda es que antes hasta inicios del s. XXI él esculpía el lenguaje (en gongorina y hermética expresión) mientras que ahora es él mismo el que se deja traspasar por el lenguaje para que el mensaje se manifieste (influencia de nuestro admirado Francisco Umbral), de ahí el lema Apuntes al natural del resto de su obra desde 2007 con Quién mató a Kennedy y por qué. Este apunte poético responde a un proceso emocional de dejarse llevar inconscientemente por la estampa evocada en su recuerdo, reverberándose en su mente al modo surrealista, momento en el que el lenguaje va liberándose a través de él, como si de un medium se tratase.
Su labor poética y su labor editora reconoce que están muy vinculadas a la figura de Filiberto González el chocolatero de Verdemazbán (uno de sus ángeles bonachones) pues Eduardo Fraile compone libros como tabletas de chocolate con que deleitar a sus lectores y es que, verdaderamente, el diseño compacto de sus libros y la cartulina de su cubierta remedan el envoltorio pulcro y sencillo de aquella artesanía que guardaba aquellas codiciadas onzas oscuras, de la misma manera que el libro es ese mismo paralelepípedo que nos engolosina con la belleza de las palabras que deposita bajo su cubierta, palabras con las que Eduardo siempre consigue cautivarnos en su voz demorada, concreta y cotidiana como un sueño de primavera, como si de un ángel se tratara bajo la luz de la primera mañana inaugurando el mundo, cálida y tenue, preñada de una vaga nostalgia abriendo amaneceres.