Una educación sustentada en la imposición puede funcionar, pero sólo eso. Nosotros, sus funcionarios, cada mañana nos vemos abocados a tener que mover los poderosos engranajes de una maquinaria de la que se dice que busca el conocimiento pero que, en realidad, sigue moviéndose, nada más. ¿Pero quién mueve a quién? ¿Y dónde quedó aquel motor inmóvil que desde su soledad podía hacer amigos del movimiento? Decía Borges que el profesor es quien hace amigos del conocimiento, pero hoy día, en nuestros despachos y aulas, y también, por qué no, en los salones y recreos, lugares tradicionales para el diálogo y el esparcimiento, cuando todavía había hogueras existenciales generadoras de reunión, acabamos motorizados por reuniones, protocolos, estandartes, programaciones, programas, mails, informes, proyectos, más mails, y yo qué sé cuántos avisos más cuyo sentido, por todos hoy sabido, es un sinsentido.
¿Llegará el tiempo en que dejemos de topar con cadáveres eidéticos y podamos resucitar la palabra de entre nuestras entrañas? Sí, el eros todavía se despliega en los sublimes momentos en los que uno se convierte en "enseñante de la vida" y entonces, ahora sí, los alumnos, todos a un mismo tiempo, te miran con la avidez necesaria para que la información se transmute en conocimiento. Si algo siento de esta sociedad es que no permita, a sus maestros y directores de almas, ser "enseñantes de la vida" y orientar la palabra a la formación de personas a la altura de su tiempo. Porque cada tiempo, querido lector, tiene su altura. Y una política educativa que ni siquiera levanta la mirada sino que, más bien, se esconde con los engranajes de aquella maquinaria, cumpliendo con sus protocolos, órdenes y currículos, como si ellos fueran la verdadera necesidad, está abocada a practicar el funcionalismo. Nada más.