La mejor manera que conozco para comprender algo la Historia pasada es considerarla desde el ámbito que me resulta más cercano: la educación, especialmente la de las humanidades clásicas. Este hecho motivó, entre otras cosas, una de las empresas que más desvelos, ilusiones y desengaños me ha proporcionado: la creación del Grupo de Investigación UCM “Historiografía de la literatura grecolatina en España”. Estos días se conmemora la Constitución de 1812, resultado incierto de la tensión entre el pensamiento liberal frente al absolutismo. Es mi deseo hacer unas breves reflexiones, casi esquemáticas, acerca de lo que ello supuso en el plano de la educación que va de 1820 a 1824. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
Trazar un panorama político diáfano de la época, como pretenden hacer nuestros iletrados políticos, es decir, un panorama de “buenos” y de “malos”, resulta tan ingenuo como tristemente falaz. Ver hoy día a un borbón defender la Constitución de Cádiz resulta grotesco, especialmente tras el nuevo pacto de silencio impuesto en torno a los tejemanejes millonarios de sus familiares. Los distintos frentes no sólo se oponen, sino que a menudo se solapan: “absolutistas” frente a “liberales”, pero también “patriotas” frente a “afrancesados”. En este sentido, podemos encontrar liberales afrancesados frente a liberales patriotas, o absolutistas que pudieron cambiar sin problema de chaqueta para ponerse de parte del nuevo orden político traído por José I. Todo esto, sin contar con la propia tensión familiar entre Carlos IV y el incipiente Fernando VII, probablemente uno de los personajes más siniestros de la Historia de España. Curiosamente, el estado de la educación es fruto de estas sutiles tensiones. Me remito simplemente a dos casos concretos, pero bien significativos: dentro de la esfera liberal destaco la creación a instancias de Alberto Lista (en la imagen) del Colegio de San Mateo, en 1821, y como ejemplo de involución absolutista señalaré la promulgación de la Real Cédula de las Escuelas de Latinidad de Calomarde (1824), uno de cuyos ejemplares tengo el gusto de conservar en mi biblioteca. El Colegio Libre de San Mateo, al que han dedicado páginas notables Hans Juretschke y Carmen Simón-Palmer, fue creado por el liberal Alberto Lista a su regreso a Madrid en 1820, al comienzo del llamado trienio liberal. Los liberales afrancesados habían sido restituidos en teoría, pero pronto se comprobó que en la práctica eran personas inhabilitadas para ejercer cargos públicos, como pudiera ser dar clase en los Estudios de San Isidro. Ello llevó a Lista a crear un colegio privado en la madrileña calle de San Mateo, la calle donde hoy día podemos visitar el Museo del Romanticismo. De sus aulas salieron personas muy representativas para la vida cultural del siglo XIX, como Larra, cuya formación latina recibió allí. Precisamente, en el cuadro docente del colegio estaba el poeta neoclásico José Mamerto Gómez Hermosilla para impartir las lenguas clásicas. Esto muestra, además, que Lista no sólo recurrió a profesores de su misma ideología política, sino incluso a personas claramente partidarias de ideologías contrarias, como el propio absolutismo. No en vano, Hermosilla es, como ha demostrado la profesora López del Castillo, el redactor del documento de la Real Cédula de las Escuelas de Latinidad de Calomarde, cuando termina abruptamente el trienio liberal y Fernando VII descarga sobre España el terror absolutista a partir de 1824. En este documento, que he leído con calma, los ciudadanos vuelven a la condición de súbditos, y se regresa a presupuestos educativos propios del absolutismo político del siglo XVIII. Entre otras cosas, los planteamientos históricos quedan fuera de juego, y no regresarán al panorama educativo hasta los tiempos del liberalismo moderado al que no tuvieron más remedio que adscribirse la regente María Cristina y su hija Isabel II. Como vemos, la educación siempre ha sido un juguete roto de la política. FRANCISCO GARCÍA JURADO