Revista Opinión
Luego de la última marcha estudiantil y los actos de violencia, diversas opiniones invitan a los estudiantes a abandonar las movilizaciones para dar paso al debate de los expertos y los representantes, que el sistema político establece. Parece algo lógico, pero no lo es tanto, pues contraviene al diálogo democrático mismo.
Y no lo es, tomando en cuenta que hace menos de 5 años -cuando los estudiantes iniciaron la llamada Revolución Pingüina, y luego hicieron lo mismo que hoy se les pide (dejar las decisiones en manos de expertos y políticos)- se formó una comisión de nombre rimbombante, con expertos en educación, pero cuyo saldo no es otro que la sensación de que finalmente no pasó nada de nada. No se solucionó nada.
No es raro entonces que tras esa experiencia, hoy los estudiantes –y los ciudadanos en general- se muestren desconfiados de las comisiones y grupos de expertos, pero sobre todo de los políticos sin distinción alguna. No sólo por el ejemplo de 2006, sino también porque visualizan que los expertos, en distintas áreas operan en función al poder e intereses políticos, y no en función del problema que les compete como tales. El viejo dilema del conocimiento al servicio del poder y no al servicio del saber.
La desconfianza en ese sentido, por parte de los ciudadanos –incluidos los estudiantes- es tremendamente entendible, pero llega a un punto en que no es razonable, pues lleva a los estudiantes a una posición que contraviene la ética de la argumentación.
Lo interesante es que esa misma lógica -basada en la notoria desconfianza endógena que muchos miembros de la clase política tienen con respecto a la ciudadanía en general- hace que políticos (y sus intelectuales asociados) se coloquen frecuentemente en una posición de superioridad en cuanto a cualquier otro interlocutor proveniente de espacios políticos no tradicionales, en el debate de diversos temas.
Así, se queda en una posición donde cada cual dice: Nosotros sabemos más que ustedes sobre esto, ya sea porque soy un experto estudioso del tema, o porque lo vivo en carne propia diariamente. El conflicto estudiantil no escapa a esa lógica, y entonces, al diagnóstico de los estudiantes, se les coloca como respuesta el saber de los expertos.
Pero el error de eso, es que eso se intenta imponer como freno a su diagnóstico (reflejado en sus demandas), y no como complemento para abordar el problema. En el fondo se les dice “ustedes no saben por qué reclaman, nosotros sí”. Craso error político y de lectura del entorno, porque eso agudiza la frustración estudiantil y la falta de acuerdos.
El diálogo entonces se trunca pues nadie -en base a su posición dentro de la sociedad- considera al otro un interlocutor válido para establecer e intercambiar argumentos, menos para llegar a acuerdos y soluciones, y mucho menos para establecer una noción de justicia. La política deliberativa como eje mediador, se rompe.
Se hace necesario entonces, por parte de políticos, estudiantes, profesores y expertos, un ejercicio teórico, pero no menos importante y práctico: Definir qué entendemos por Justicia, y establecer un consenso. Que todos se coloquen en lo que Rawls denominaba la posición original en base al velo de ignorancia. Esa es la tarea del gobierno, los legisladores, y también de los estudiantes, profesores, apoderados, y la sociedad en general.
En otras palabras, que se establezca una reunión entre ignorantes, no sólo de su posición real en la sociedad, sino en cuanto a sus saberes y experiencias. Porque lo cierto es que los expertos pueden saber mucho de educación, tener Ph.D., y publicaciones con datos duros sobre el tema en prestigiosas revistas, pero no conocen la real situación en las aulas –públicas y pagadas- en sectores menos favorecidos, ni aprecian con real magnitud la falta de capital social que incide en el aprendizaje.
Lo mismo pasa con los estudiantes e incluso con los profesores, conocen muy bien la situación en las escuelas, muchos viven en carne propia el hecho de estudiar o enseñar en condiciones difíciles, precarias, pero no necesariamente conocen los resultados de otras experiencias en cuanto políticas educacionales, ni las formas en que se pueden implementar.
La única forma en que el diálogo se establezca de manera clara, es que tanto el gobierno como los estudiantes, profesores y expertos, abandonen sus posiciones de superioridad moral, académica o de cualquier tipo, y se reconozcan como interlocutores válidos mutuamente. Que se sienten todos a la mesa. Y para ello –para discutir sobre lo Justo- deben dejar de lado los regateos políticos y el cálculo de intereses utilitarios, ya sean corporativos, sindicales o sociales.
Podrían partir por definir que la Educación es para todos un bien primario. Es deseable por todo ser racional. Nadie podría decir que no le interesa la educación -ya sea como depositario directo o que alguien como sus hijos lo sea-. Pero además, es un bien social, en cuanto valor social.
Una sociedad educada es una sociedad más libre, cooperativa y pacífica, respetuosa del individuo y sus derechos básicos. Una sociedad educada es una sociedad menos tribal, más dialogante y por tanto una sociedad más abierta.