"La principal fuerza de convergencia (en la distribución de la riqueza) es el proceso de difusión de los conocimientos y de inversión en la capacitación y la formación de habilidades... El proceso de difusión de los conocimientos y de las competencias es el mecanismo central que permite al mismo tiempo el aumento general de la productividad y la reducción de las desigualdades..." (Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, FCE, página 36). Piketty está de moda y parece que ha llegado para alimentar un pensamiento de izquierda muy desorientado y desubicado ante la avalancha del neoliberalismo y los nacionalismos europeos en este siglo XXI. Sin duda, la principal aportación de su obra ha sido que haya vuelto a poner en el centro del pensamiento de izquierda el eje de la reflexión marxista: la desigualdad. En demasiadas ocasiones hemos perdido de vista que todos los esfuerzos de las políticas progresistas deberían tener como objetivo prioritario la igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos y que esa igualdad de oportunidades solo se alcanza combatiendo su raíz, la desigualdad económica. Justicia y desigualdad, económica y social, son términos antagónicos. Pues bien, como acertadamente afirma Piketty, el principal factor de creación de desigualdad es la educación -la formación y la difusión de conocimientos, en palabras suyas.
A partir de esta idea, he intentado aclarar un poco mis ideas repasando artículos en los que se vincula la inversión en educación -en porcentaje del PIB- y la relación con los resultados de la evaluación del sistema. Las conclusiones son evidentes y, además de otros factores también importantes, a una mayor inversión pública en educación corresponde una mejora en los resultados. Por otro lado, he estado revisando estadísticas del informe PISA sobre un factor que creo esencial en el análisis del sistema educativo: los alumnos de rendimiento alto en España obtienen mejores resultados que la media de los alumnos de rendimiento alto de la OCDE, mientras que los alumnos de rendimiento muy bajo en España están muy por debajo de los resultados de la media de los alumnos de rendimiento muy bajo de la OCDE -página 179 y siguientes del Informe PISA 2012-. A mis ojos, parece pues obvio que en España las desigualdades se producen ya desde los niveles educativos básicos y que es el propio sistema y su financiación el que segrega y establece desigualdades. Así pues, y a pesar de la tergiversación de informaciones y de datos a los que nos tienen acostumbrados los gobiernos centrales y autonómicos, también desde la desigualdad que produce el sistema educativo se puede explicar que España sea uno de los países en los que la desigualdad económica aumenta más rápidamente. Es esta también un factor que explicaría un hecho curioso: en España tenemos una formación universitaria de muy buena calidad que produce graduados muy bien valorados en todo el mundo y con un número alto de población universitaria, al mismo tiempo que tenemos una de las tasas de abandono escolar más importantes de la OCDE. Vuelvo a insistir, parece que el propio sistema educativo establece unas desigualdades imposibles de compensar y condena a parte de la población al analfabetismo funcional. Un panorama desalentador, sobre todo para las familias y para los profesionales que, día a día, nos topamos con la realidad en las aulas.
Hace poco, unos alumnos de bachillerato me preguntaron qué era lo peor de mi profesión. Les dije sin dudarlo que lo peor es cuando entras por primera vez en un grupo de primero o segundo de ESO y en pocos días eres capaz de identificar a las personas que ya están condenadas a sufrir las desigualdades durante toda su vida. Muchos de esos alumnos vienen con mochilas insoportables y del todo injustas para niños y niñas de 12 años. Provienen de familias con muy pocos recursos, instaladas en el paro y la falta de oportunidades, incluso familias que sufren el analfabetismo o la marginación social. En ocasiones, son alumnos con déficits intelectuales o que viven inmersos en entornos donde la violencia es una respuesta habitual. Y el profesor, sabiendo que ésa es la realidad, sabe también que todos sus esfuerzos no serán suficientes para ayudarles y salvarles de ese entorno. Esa es la verdadera tragedia de nuestra profesión. Porque nos encontramos con treinta alumnos en clase, cada uno con sus circunstancias y sus problemas, y nos encontramos también con que no tenemos los medios para tratarles a todos como es debido. No contamos, por ejemplo, con profesores de soporte suficientes, o con horas suficientes de clases de inmersión lingüística para extranjeros, o con los psicólogos o los trabajadores sociales o los recursos suficientes para ofrecer el mejor entorno posible a esos chicos que con 12 años ya tienen un futuro muy negro. Nadamos contra corriente, inventando soluciones y ofreciendo esfuerzos más allá incluso de nuestro deber profesional, pero sabiendo que las soluciones verdaderamente eficaces no dependen de nosotros. Y sabiendo también que en otros centros concertados -pagados con recursos públicos- otros alumnos disfrutarán de profesionales suficientes, de grupos reducidos, de pabellones deportivos y piscinas climatizadas. Y también sabemos que ése, y no otros, debería ser el centro del debate político, que debería ser el objetivo principal de nuestros gobernantes, unos políticos que sin embargo están más obcecados en cifras macroeconómicas, arengas patrióticas y otros juegos de salón.