Por Mrs. Tomico, la Maestra-Jedi.
De entre las que yo considero muchas y buenas (aunque quizás no demasiado prácticas) enseñanzas que recibí en la Facultad de Periodismo, he atesorado durante todos estos años, el descubrimiento del conocido como “Experimento de Milgram”. Descubrimiento que debió sobrevenirme en alguna de aquellas remotas y soporíferas tardes de primero o segundo de carrera.
Básicamente el famoso experimento social viene a demostrar que los adultos poseemos, mayoritariamente, una “extrema buena voluntad para aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad”. ¿Que cómo demostró Milgram esta afirmación suya? Bueno, pues juntó a unas cuantas criaturitas, les dio un botón y les dijo que cuando lo apretaran le provocarían descargas eléctricas a un pobre desgraciado que había en la habitación contigua (el pobre desgraciado era un actor muy convincente y en realidad estaba tan tranquilo echando el rato, pero los otros esto no lo sabían). Les dijeron que pulsaran cada vez que se lo pidieran. Que no pasaba nada, que era para un experimento... Pues la inmensa mayoría de estas personas apretó, apretó y apretó cada vez que se lo ordenaron, incluso mientras escuchaban claramente las súplicas desesperadas de dolor que llegaban de la habitación de al lado. Solo unas pocas pararon...
El tal Milgram parece que no tenía intereses sádicos en el asunto y que lo único que intentaba comprender era qué clase de mecanismo puede llevar a cometer verdaderas atrocidades a seres humanos aparentemente normales. Se planteaba, en concreto, si Eichmann (responsable directo de la “solución final”) y su millón de cómplices en el Holocausto habían actuado así, no por maldad o convicción sino, simplemente, porque estaban siguiendo órdenes... Pedazo de dilema moral que os he dejado. Lo sé. Aquí más información sobre el tema.
La cuestión es que desde que comencé a dedicarme a la enseñanza y, más intensamente, desde que me convertí en madre, el temita este de las descargas me viene a la cabeza en según qué circunstancias. No porque haya querido yo darle descargas a más de uno/a, por dió, sino por la cuestión esa de la obediencia ciega a la autoridad... La pregunta que comencé a hacerme hace algunos años fue exactamente: aceptando que la premisa de Milgram fuera cierta, ¿qué hace que las personas actuemos mayoritariamente de esta manera? Y, lo que es más importante, ¿qué puedo hacer yo como educadora/madre para cambiar esta situación? Obviamente se trataba de una experiencia sobre personas adultas y todos sabemos que los niños y, sobre todo, los adolescentes, tienen una tendencia natural a rebelarse contra la autoridad. Pero, ¿en qué momento abandonamos esta actitud? ¿Por qué lo hacemos? Y, lo que es más importante, ¿cómo podemos educar a las futuras generaciones para aprender a encauzar ese caudal de disidencia hacia los fines adecuados en vez de tratar de aniquilarlo durante el proceso educativo?
Y entonces abrí los ojos. Y empecé a mirar bien.
No me gustó lo que vi en clase: “niñ@ no te levantes sin mi permiso”, “ahora no toca hablar de eso”, “date prisa en terminar ese ejercicio que hay más trabajo que hacer”,... todo esto yo les decía. No me gustaron algunas cosas que vi en casa tampoco, aunque quizá en menor medida porque 2 no es lo mismo que 32 y 1 o 2 años no es lo mismo que 12 o 13.
No me gusté yo misma. Porque yo, en mi ignorancia, estaba reproduciendo el modelo educativo este que enseña la obediencia ciega a la autoridad. De alguna manera, premiaba al que estaba callado (aunque quisiera hablar para denunciar una injusticia), al que no se levantaba para quejarse por la fecha de un examen (aun cuando ese mismo día toda la clase tuviera otros dos exámenes y yo, siendo mi obligación saberlo, no tenía ni idea del asunto). Celebraba a mi hijo o a mi hija cuando daban un beso a un desconocido solo porque yo se lo había pedido...
Menos mal que ya había abierto los ojos y comencé a intentar cambiar la situación. No estoy hablando de fomentar el desorden y, obviamente, existen unas reglas y límites que deben ser cumplidos y respetados si queremos convivir en una sociedad medianamente pacífica y respirable. Pero sí hablo de enseñar a decir NO cuando es NO. De demostrar que, a veces, no pasa nada por enfrentarse a la autoridad si se ha realizado una petición injusta o excesiva y que está bien pensar si algo es moralmente aceptable o no, antes de obedecer ciegamente. Tampoco pasa nada si aquell@s que ostentamos la autoridad (todos los padres y madres ante nuestr@s hij@s lo hacemos) demostramos a veces que nos equivocamos y pedimos perdón públicamente de forma clara, sin ambages. Esto no nos hace perder “poder” sino que nos procura el respeto de l@s otr@s.
Se trata, en definitiva, de educar ciudadan@s más comprometid@s y conscientes. No aborregados en las aguas tranquilas de una sociedad pacífica, sino en guardia, alerta y preparados por si en algún momento se comete alguna injusticia y hay que rebelarse contra ella. Sinceramente creo que la inmensa mayoría de los ciudadan@s no estamos educados para la rebelión. Y así nos va. Porque a veces la rebelión es necesaria.
Me gustaría terminar recordando una anécdota que me ocurrió cuando daba clases en un instituto (os prevengo de que llevo ya unos meses lejos de las aulas y quizás la nostalgia esté empezando a idealizar este y otros recuerdos). Fue una de las grandes lecciones que he recibido de mis alumn@s. Simple y brillante y muy relacionada con todo esto. Lo que ocurrió en resumen es que una compañera y yo habíamos preparado con algunos chicos y chicas de 2º de ESO una representación teatral para realizar en instalaciones municipales, dentro de las actividades conmemorativas del Día de la Mujer. El caso es que la representación se llevó a cabo antes de la hora que fue comunicada a los padres y muchos de ellos llegaron cuando todo había terminado.
Entonces uno de los alumnos preguntó a la representante municipal allí presente si era posible repetir la obra ante el nuevo público ya que todas las actuaciones previas habían terminado y no se necesitaba el salón de actos para nada más, pero recibieron una negativa clara. Ante tal respuesta yo estaba ya dispuesta a recoger y marcharme pero l@s chic@s se subieron al escenario y se negaron a bajarse hasta que les dejaran representar por segunda vez. Comenzaron a actuar y nadie pudo evitar que terminaran, aun cuando la mitad de la representación se hizo con la iluminación principal apagada, casi a oscuras. Pero nadie de entre el público se movió y todos les aplaudimos durante más de cinco minutos al terminar la obra. Fue emocionante.
Ellos se rebelaron contra la autoridad para hacer algo que consideraban bello y justo. Ellos lo hicieron; no yo, que me senté en una de las últimas filas como una espectadora más. Y ellos me hicieron creer que, a fin de cuentas, no todo estaba perdido.
Fue más o menos por la época en que estaba abriendo los ojos y comenzaba a ver de verdad.
Fdo.: La Maestra-Jedi.
¡Que la Fuerza os acompañe!
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