
Ilustración de Samuel Martínez Ortiz Hablamos, por tanto, de una manera de dirigirse a la realidad en la que el mundo externo es relegado, y lo que consiguientemente cabe en el perímetro abarcado por esa forma de mirar está estrictamente determinado por nuestra intimidad, por lo que Descartes llamaba pensamiento, pero en cuya categoría incluía también el resto de manifestaciones del mundo interior, es decir, las emociones, los instintos, la voluntad o las ensoñaciones. En suma, todo aquello que cuando pierde el contacto y el sostén o tutela de la realidad exterior tiende a deslizarse fatalmente hacia los entornos del delirio y la alucinación. Podríamos situar como uno de los principales iniciadores de esta perspectiva que había de marcar el camino a seguir por la civilización occidental a San Agustín cuando dijo aquello de que la verdad habita en lo interior. María Zambrano, efectivamente, así lo señaló: “ ‘Vuelve en ti mismo. En el interior del hombre habita la verdad’. El hombre europeo ha nacido con estas palabras”. Y la filosofía occidental fue dando cauce a esta idea que Sören Kierkegaard también dejó expresada de una manera rotunda: “La subjetividad es la verdad; la subjetividad es la realidad”. André Breton trasladaría abruptamente esta idea al ámbito del arte: “El surrealismo únicamente podrá explicar el estado de completo aislamiento al que esperamos llegar aquí en esta vida” (lo mismo, pues, que los eremitas pretendieron retirándose al desierto). Y encontraría una fórmula aún más arisca cuando amplió el perímetro de la idea al ámbito moral: “El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible”. El mundo externo quedó, pues, desvinculado de los intereses, afectos y pasiones del hombre occidental, que prefirió volcarse hacia adentro, hacia su solipsista mundo interior. La manifestación más cabal de ese desapego hacia el mundo externo fue en un principio la referida retirada al desierto de los anacoretas, que enseguida recibían las visitas de los delirados y alucinados personajes que habitaban en su intimidad y que tomaban prestadas las formas de seres angélicos o diabólicos. Ese mismo hombre occidental desasido del mundo externo fue el que imaginó las utopías, esos modos de ensoñación que, como la Dulcinea de Don Quijote, necesitan para despertar las pasiones cumplir ante todo un requisito: no existir. El Romanticismo fue, de entre los modos culturales aún comprensibles o incluso atractivos, la expresión más acabada de esa propensión hacia lo inexistente o hacia lo que está a punto de no existir. ¿No decía Novalis, precisamente, que “La vida es el comienzo de la muerte. La vida no es sino para la muerte”? Y Edvard Munch, todavía romántico (todavía sugestivo, como su alter ego hispánico, Francisco de Goya), colocó su arte sobre esa línea divisoria de aguas que por un lado da a la existencia y por otro a la inexistencia, es decir, a la muerte; en suma, lo situó sobre el filo de navaja de la muerte inminente.
