Con sus renovadas amenazas de atacar a Irak, Estados Unidos es como el alquimista Sarmenti, que curaba enfermedades pero a costa de provocar catástrofes: canta Dante que Sarmenti libró a Cagnoni de unas fiebres robálicas para matarlo luego en una explosión áurica.
Los presidentes estadounidenses, desde Jimmy Carter hasta el actual, George W. Bush, evidentemente, son dantescos: como Sarmenti.
Carter, elegido en 1976, idealista y protector de los derechos humanos, facilitó la caída del Sha de Irán, un tirano que estaba transformando su país, haciéndolo progresar. Carter dio una lección de ética, pero trajo al Ayatolá Jomeni. Peor el remedio que la enfermedad: el fanatismo del régimen religioso provocó un retraso de muchos años en el mundo islámico.
Porque la teocracia de los ayatolás contagiaba y hacía fracasar a otros países musulmanes que prosperaban con gobiernos laicos.
Luego, nuevas explosiones alquímicas: EE.UU. incitó al dictador irakí Saddam Hussein a declararle la guerra Irán para destruir aquella nación de clérigos fanáticos, y paralelamente apoyó a los islamistas en guerra contra una URSS que luchaba para que los locos de Alá no controlaran su territorio.
Para destruir el comunismo, EE.UU. cultivó talibanes afganos, fanáticos y narcotraficantes, a Bin Laden, y a los demás amantes de las guerras santas: se hundió la URSS, y Saddam y los islamistas son ahora, según Washington, un peligro mundial.
El alquimista Sarmenti está en el séptimo círculo infernal, acosado por el Minotauro; seguramente, con razón.