
Fráncfort, circa 1890
Esta vez el maestro Collins (pongámonos de pie) nos lleva de Londres a Fráncfort, de la sede de una firma comercial al hospital psiquiátrico de Bedlam, de la Universidad de Wurzburgo al armario de una inquietante habitación rosa.
Si van a leer esa pieza de cámara magistralmente pensada y escrita que se llama La hija de Jezabel (en la extraordinaria traducción de Catalina Martínez Muñoz, Alba Editorial), les auguro unos tres (cuatro, a lo sumo) días de goce puro. Justo lo que van a tardar en devorárselo. Lo siento, el placer suele durar poco.
Este hombre, en dos frases, te atrapa con su inteligencia, con su ritmo narrativo, con su creación de ambientes. Y no solo eso: te secuestra, se hace dueño de tu voluntad, te hipnotiza. Por eso, no se asusten. Tendrán en esos tres o cuatro días inapetencia por todo, excepto por regresar a casa -quizá con las manos temblorosas-, despachar rápidamente a cualquiera que se ponga por medio, abrir el libro y meterse de nuevo en esa historia, sin pausas y sin horas por delante.
Se trata de una "posesión literaria" en toda regla.
Se llama efecto Collins.
