La primavera se culminó de una manera espantosa en Chernóbil, el día 27 de abril de 1986; el calor que esperaban que entibiara el riguroso clima ucraniano no vino envuelto de aromas de flores ni de promesas de descansos vacacionales, sino de presagios de un final que hubiera podido ser total. Apocalíptico. Las estimaciones menos optimistas de la catátrofe elevan a 400.000 el número de muertos y a cinco millones de afectados (no citaremos a la OMS a este respecto; este organismo ha demostrado con creces en los últimos tiempos que no es nada independiente). Y para conmemorar de manera irónica esta trágica efeméride, en una semana en que afortunadamente han surgido varias más alegres, Fukushima ha celebrado hace poco un doloroso recodatorio.
Estamos hablando de una tragedia de dimensiones terroríficas. Pero, sin quitarle un ápice de importancia, lo peor de Chérnobil no fueron sus consecuencias, sino su significado, aparte del que nos ilustra sobre la estupidez humana. Este significado que sistemáticamente hemos ido alejando de nuestros mentes para continuar día a día con nuestro trabajo (o tal vez sería mejor decir en estos momentos “con nuestro paro”) y con nuestras vidas. Y que es el siguiente: vivimos sobre un polvorín. Sobre, bajo, dentro y en medio de un polvorín. Las centrales nucleares, digan lo que digan acerca de su energía limpia y necesaria que mantiene nuestro nivel de vida, son absurdas: no podemos continuar interminablemente acumulando por todas partes residuos peligrosos que tardarán siglos y milenios en descomponerse, no podemos jugar con ese poder que, por muchas seguridades que tomemos (como ha demostrado Fukushima) tiene mucho más potencia que nuestra fuerza e inteligencia (al menos que las actuales), potencia que además hemos ayudado a materializar. Y solo es una más de las numerosos amenazas de este mundo que, paradójicamente, crecen cada vez que el poder se inventa una nueva manera de convertirlo en un lugar más seguro y cómodo.
No quisiera que este post resultara deprimente: comprendo que el proceso de exorcizar fantasmas es doloroso y no siempre es necesario: la vida está ahí, y está llena, a pesar de todo, de oportunidades para disfrutar y distraerse. No es ni útil ni desde luego necesario que no nos obsesionemos. Pero no dejemos que nadie más nos engañe y nos manipule y hagamos un hueco en nuestras distracciones a la lucha que evitará que cosas así vuelvan a suceder.
P.D.: Hablando de obsesiones, hace tiempo que pienso mucho en los liquidadores. Algunos fueron solo víctimas, pero la mayoría se comportaron como auténticos héroes que dieron su vida por los demás. El hecho de que existe gente como ellos es un motivo más para seguir luchando.